domingo, 20 de junio de 2010

Desinterés inducido

A penas alcanzaba su mano izquierda a rascar la piel bajo el grillete de la derecha. las cadenas eran cortísimas y el escozor generado por el sudor que emanaba su cuerpo dada la infernal temperatura de esa celda lo tenía loco. Estaba famélico, sentado sobre el cemento musgoso por la humedad del piso, contra la pared de ladrillos ennegrecidos de añejos, donde se filtraban aguas estancadas y apestosas.

Se decretó un silencio incomodo. Aunque se oían tintineos de cadenas y gotas de agua, tal vez alguna rata chillando ocasionalmente. De vez en cuando había contacto humano, cuando se podía escuchar la tos seca y enfermiza de algún colega prisionero, o el llanto recurrente y desgarrador de otro. Casi como si los pocos ruidos que se suscitaban fueran veneno para la esperanza…y así, Martín prefería el silencio incómodo, pero inocuo de realidades grotescas transportadas por sonidos reprochables.

Él trataba de resistir ese vórtice interior que drenaba sus energías y dejaba su cuerpo casi inerte, débil e incapaz de moverse con fluidez, que imponía toneladas de peso sobre los párpados que sólo podían cerrarse para capitular a la muerte. Su poca fuerza con costos bastaba para alzar forzosamente su mano derecha, y con ello constatar las casi nulas fuerzas remanentes y el enorme trabajo que tomaba. Su mente en cambio, contrastaba enormemente a lo que el petrificado y pálido cuerpo expresaba: estaba maquinando miles de cosas, ideas, memorias, todos ellos prendiendo brasa a los amagos de ira que retorcían el estómago, sustentados por ese arrepentimiento que siempre se sucede después de saber que el infierno vivencial de la celda pudo haberse evitado con menos negligencia de su parte. Las secuencias del pasado, como fotogramas que recababan en las situaciones que fueron comprando su tiquete de entrada a la actual reclusión ideológica. ¿Ideológica?, el enojo hacía si mismo se triplicaba con esa palabra. Quería tomar las imágenes congeladas y reinterpretarlas, y lo hacía. Cerraba los ojos, fantaseaba con diálogos y gestos que hubieran cambiado el rumbo de sus decisiones, alejándolo del punto de no retorno.

Si, si, te compro ese periódico… Ok, yo llego a la reunión, ¿es en la librería Nuevo Bolívar, eh?... ¿Cuándo era la manifestación?... Si, bueno, escondete en mi casa, que los milicos no te encuentren… y la fantasía continúa.

¿Por qué dejó que el repudio lo dominara cuando veía a Jorge venir en sandalias y boina? ¿Y esa barba, se la dejó crecer?. En el liceo Jorge no era así, pero resulta que se hizo militante. Su vida siempre transcurrió alejado de las categorías políticas. ¿Qué el capitalismo yankee voraz tiene tentáculos en el parlamento? ¿Qué el presidente era un reformista de mierda, que le capitulaba a la burguesía imperialista?. A él no le importaba, su vida transcurría en paz, y las cosas son así, es el orden natural y sus periódicos y protestas no iban a cambiarlo. Para Martín simplemente Jorge era de esos que criticaban y criticaban y no hacían nada por la vida. Así pensaba, eso dijo, y de tal modo actuó…como deseaba haber escuchado las voces de alarma.

Ni cuando llegó la dictadura militar acató a suponer que algo malo podía pasarle. Continuaba indiferente. Eso es política, yo no me meto en eso. Nada más no te involucrés en más cosas de zurdos y no te van a desaparecer. Olvidate de esas cosas Jorge. No me vas a convencer de ir a la guerrilla; mejor me quedo acá y nada me va a pasar.

Y comenzó la represión…No, en mi casa no te podés quedar, perdón, pero no puedo. No supo más de Jorge. Y prefirió no nombrarlo más. Hasta el día en que los encapuchados lo sacaron de su casa, por supuestos vínculos con grupos de ultra izquierda anarquista. ¿Y si hubiera sido consciente de esa realidad? ¿Hubiera podido escapar a otro país? ¿O tal vez le podían dar asilo político en otro? ¿Y si simplemente nunca hubiera conocido a Jorge?

Tantas películas mentales terminaron por agotarlo, y se desmayó. Eventualmente despertó, con la espalda adolorida pero algo conmovido por su descanso. Trató entonces de recordar algunas palabras e imágenes de su ilusión onírica; después con ella hiló algunas ideas desesperadas, y su cara dibujó una sonrisa anémica y reconfortante. Sintió que su pecho se desinflaba y las angustias se alejaban de a pocos. Soñó con las últimas palabras que le dijo Jorge: Sos un burgués, un facho, sos una mierda tan apestosa como esos milicos, sos un residuo del sistema. Nada nuevo, siempre le reclamaba de ese modo: Jorge cuestionando el tejido personal y moral de Martín, lo atacaba y lo injuriaba si no aceptaba de rabo a cabo las ideas que recién había leído de un texto de Bakunin o Kropotkin. ¿Cómo podía Martín culparse por no haber escuchado a un fanático, que solo acataba a insultarlo y explayarle peyorativos políticos, ante su incapacidad de convencerlo? ¿Era esa forma de revelarle su verdad absoluta, pisoteando su mundo y los pocos criterios que tenía sobre la sociedad?. Decidió entonces que hizo lo que pudo, que Jorge predispuso las condiciones para la incomunicación, y ese encierro que precedía a la muerte, era sólo una consecuencia fortuita que se salía de sus manos, producto de una relación infructuosa con un tipo que envenenaba su propia causa y la percepción de terceros. No es su culpa…no lo es…no lo es…es de Jorge…si, de Jorge.

Así, las reconstrucciones de las fantasías se tornaron en búsquedas incesantes de excusas para librarse de culpa. Pero hasta cierto punto no dejaba de tener razón: un muro infranqueable se había tajado entre Jorge y Martín, uno que los hacía hablar lenguas distintas, ver colores distintos, atender razones casi opuestas. La vena que resaltaba en la cabeza de Jorge siempre que discutían, se hizo titánica. Él siempre preguntaba por la organización a la que pertenecía fulano o zutano, y cuantos años tenía militando, no podía simplemente verlo a los ojos y charlar, descubrirlo. Únicamente sabía navegar entre sus etiquetas políticas -rescató Martín de una de sus reminiscencias.

Los pasos de varios carceleros aproximándose justificaban el acelerado latido del corazón del desdichado prisionero. Cuando por las rejas de la puerta de su celda vio las lustradas botas negras de unos tres hombres, supuso que ya no había más camino que recorrer. Abrieron la celda, lo levantaron, y se lo llevaron al patio trasero, al paredón.