sábado, 24 de diciembre de 2011

Apilando tragos y remordimientos

Remueve un poco el vaso para que el whisky barato frote el hielo y se enfríe. A veces le pone mucha ciencia a sus actividades mundanas, después de todo, no tiene cosas a las qué ponerle atención e interés. Las canciones de cantina que estaban de moda hace treinta años suenan en la rocola, ni muy duro ni muy bajo. Volvía a ver los calendarios de cerveza del 94, ya un poco amarillentos y con mujeres que probablemente hoy estén arrugadas y poco aptas para repetir esas poses sugestivas (oh dulce juventud que mantiene las carnes firmes). Un afiche celebratorio de un campeonato de Heredia capta su atención, se le ven las marcas percudidas de la cinta scotch que lo sostienen a la pared. Es la misma decoración de siempre, se la sabe de memoria, pero en realidad, cuando posa la mirada sobre alguno de esos objetos, en su mente se desenvuelven tramas muy complejas.

Cada compás de la música lo golpea con algún recuerdo de su vigorosa juventud. Bailando pegado enamoró a más de una en aquellos días, a vista y paciencia de su barra de amigos, tan calurosos y fraternales, que en silencio lo vitoreaban con sus miradas y sus sonrisas de aprobación, casi admiración. Ahora dibuja en su mente esas caras, con colores percudidos, derruidos por los calendarios apilados. Solo puede recordar el gozo de la compañía, de la vida con sentido, pero ese sentimiento pronto evoluciona en su antítesis, al darse cuenta que no es sino una re edición mental de algo que no sucederá de nuevo. Las tonadas son oasis de nostalgia, el pasado entierra todo, olvida todo, es implacable, y las únicas heridas que sobreviven, son las del cuerpo, que cada vez soporta menos. Ahora cuesta ver, cuesta caminar. Cuesta encontrar algo de calor, porque el frío llega hasta los huesos. ¿Qué pasó desde entonces? ¿A dónde se fue toda esa gente? ¿En qué hoyo metió todo eso que ahora no tiene?

Toma un sorbo, lo degusta, detecta ese sabor que tanto caracteriza al whisky, y lo envidia, ¡ya quisiera él tener algo de sabor! Después gacha la mirada, y apoya la cabeza en una mano. La luz tenue impone una suerte de ley, donde nadie se vuelve a ver a la cara mientras el manto del soliloquio esté allí. Cada vez que un hombre le exige respuestas a su trago de turno, nadie puede entrometerse, y ese whisky estaba siendo interrogado de un modo tan despiadado que ni los torturadores de Pinochet o Videla podrían igualar el ímpetu de Fernando en la tarea.

Esa noche en particular se sentía diluido, como si un trago se dejara suficiente tiempo como para que el hielo escondiera su personalidad, y nadie distinguiera si es cerveza o ron. Se preguntó si algo de lo que hacía todos los días realmente le gustaba o respondía a alguna pasión; o si alguna de las personas que trataba constantemente era una amistad entrañable, una persona en la que pudiera depositar confianza y afecto, y no una mera relación por compromiso o por casualidad; si tenía algún anhelo, algún camino que seguir; si tenía algo a qué aferrarse para levantarse al día siguiente, para justificarse como ser humano, como digno de ocupar la misma biología de los grandes genios que millones veneran. No encontró nada.

Estaba diluido porque hace mucho el tiempo se tragó todo lo que él quiso ser, el peso de los años aplastó cada una de sus iniciativas, y le tocó asumir un rol pasivo, entregándole el papel protagónico a lo que la inercia del acomodo social quisiera hacer con él. No sabe si estaba predestinado a permanecer en su condición económica, y repetir la vida insulsa que acumularon sus padres, tíos y abuelos, o si nada más fue negligente en exceso. De nuevo ve el afiche de Heredia, su tinte amarillento y desteñido lo delata como una reliquia, y sabe que el papel resquebrajado es un espejo fiel, que refleja no solo su edad, sino algo más importante: el paso del tiempo monótono otorgándole fragilidad al papel y al alma. Lo que vio a color y con sabor, es ahora un rincón donde el polvo se acumula, una nimiedad que hace rato dejó de importarle al mundo. La música que antes era lo máximo, hoy es un remedo lleno de estática de lo que significó entonces, ya no mueve a las masas, ya no es una época, ya no es un sentimiento.

Otro trago llega de manos del cantinero. Ya las palabras comienzan a resbalar un poco. Sentía un tipo de claustrofobia, en el que el pasado poco provechoso le aplastaba la espalda, mientras en el pecho la preocupación sobre el futuro presionaba su corazón (y con futuro, hablamos de mañana, tal vez pasado mañana, ya que, la neblina no permite ver más allá), flanqueado por la casi inexistencia de su ser, solo sabía ya responder a estímulos mecánicos, a obtener un salario para vivir y tener un techo donde al menos no se mojara cuando llovía y pudiera cocinar los embutidos baratos de su nevera.

Volvía a ver al cantinero, jugando cartas con Pedro, se cruzaban algunas palabras, algunas risotadas, comentarios sobre el partido del sábado. Sabía bien cuánta basura hablaba uno del otro, y de los demás clientes recurrentes también, quienes todos a fin de cuentas eran solo usuarios de la misma terapia, pero difícilmente amigos que generaran algún tipo de calor. No encuentra sus caras verdaderas en ese manto oscuro, tampoco se encuentra a sí mismo, y por momentos se siente como un saco de órganos que cumple funciones biológicas, en un contexto social donde para sobrevivir necesita trabajar, y obtener un salario, lo que también hace, y asemeja más una función metabólica que una vida. Era una ameba, un protozoario, solo funcionaba, solo existía, pero el regalo magnánimo de la sapiencia humana, capaz de crear, de expresar, de apreciar, no era más que una función atrofiada en él.

La barra se anima con unas cuantas tertulias circunstanciales, para después volver al soliloquio. Ya son las doce, la música cesó y las luces se apagaron, era la invitación a terminar esa noche. El siguiente paso, era acostarse en la misma cama de siempre, probablemente la que vería el lecho de su muerte dentro de un par de décadas, ya que, en su vida, no pinta un panorama distinto. ¿Con qué motivo se despertará mañana? Se sentía como una de esas polillas con un tiempo de vida de 24 horas, en el que tienen que reproducirse, y morir. Se partía el lomo, para poder comer, y así tener energías para el siguiente jornal. Era útil, un ciudadano decente, pero la cédula no se acompaña necesariamente de una vida. Su rutina si acaso se rompía en los confines de esa cantina, que a su vez se volvía repetitiva, pero era el único respiro para sí mismo que podía dar, podía destruir su hígado, pero para su propio gozo, y no se estaba sudando la frente para enriquecerse al ingrato patrón. A fin de cuentas, no era nada, nada.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Apoteósico, nunca más.

A patadas tuvo que encajarlo hoy. Y es que cada año se vuelve más difícil forzar los resultados. La realidad se revela con mayor ferocidad cada vez, y las centenarias fórmulas clericales, son aplicadas a un cuerpo cuyas moléculas se transforman velozmente. El marco que ha de contenernos tiene los bordes ligeramente astillados, pero no crean, nunca falta quien, desde adentro, le aceite un poco, y terminemos introduciéndonos, no sin magullarnos e incomodarnos increíblemente. Y bueno, nunca faltarán, nunca faltaron.

La presión del hacinamiento nos impone el contorsionismo como habilidad esencial para sobrevivir, de otro modo nuestras extremidades se fracturarían o nos desangraríamos, tendríamos una muerte lenta, y nos pudriríamos entre la multitud, dejando la peste e infectando enfermedades, como el recato o el desdén, así como el ateo resentido profana palabras venenosas contra la gracia y el pudor. Pero el ateo renace para el próximo ciclo, y no solo él, sino muchos otros que no sobrevivieron. Y los sacerdotes se dan aconvencer a esa gran masa para entrar al cuadrilátero. Los tiempos cambian, ¿no es así?. Cambian los colores del cielo, las formas de las nubes, hasta las cordilleras nacen y mueren.

La incompatibilidad entre el sacerdote y el resto, se zanja cada vez más grande, hasta tal punto, que pronto no podrá tocarlos, no podrá mover ni a uno solo, como si fuera un fantasma, como si ellos fueran granos de arena que se deslizan entre sus dedos decrépitos. La institución que defiende con su sangre, su saliva y su castidad, perderá legitimidad eventualmente. Habrán muerto cien cordilleras y tres colibríes. Pero, los ríos siempre irán al mar, y la gravedad nos atraerá al centro del planeta.

¿Llegará el día en que ese cuerpo se vuelva incontenible y se esparza por una superficie más allá del horizonte, más allá de lo que si acaso imaginamos? Bueno, no todos los clérigos usan siempre sotana ni votan por la castidad. A veces se ponen pieles más acordes, y como buenos arquitectos, nos moldean encierros amorfos, asimétricos, que serpentean en direcciones tan erráticas como nuestra voluntad libre, ¡libre al fin!. Casi estimula nuestros caprichos modernos, y es que los más rebeldes intereses, culminan apoteósicos, se convierten los nuevos paladines. Comenzaron puros en la naciente, arriba de la montaña, pero el devenir los entregó al mar como aguas negras. Son el nuevo Dios®, que ya no será relacionado con túnicas, cruces y vírgenes, sino con dólares, putas y cuanta marca pueda concentrar más poder divino sobre sí.

sábado, 7 de mayo de 2011

Patéticos choques

Las colisiones de megalómanos son de los fenómenos más desastrosos que existen en el universo virutal de la culturalidad humana. Reptan por esas dimensiones ideáticas los egos en conflicto, hasta que se topan en el espacio y se dan cuenta que su coexistencia es imposible... ¿qué puede provocar más lástima que una manada de engrandecidos clamando su lugar por la cúspide? Eventualmente, hacen pasar sus caprichos por conjeturas maduras y objetivas, por clamores de la patria, por epifanías divinas llamadas a ejecutarse, o demás formas que asumen las mentes, digamos, “que se aprecian un poquito más de lo que consideraríamos sano”.


Gracias a que las mieles de la autoridad en nuestro sistema político-cultural están endulzado por accesorios de lujo como el poder, la fama, el dinero, las piernas abiertas de innumerables meretrices y la compensación de muchos complejos de inferioridad (que de vez en cuando impulsan la búsqueda incesante del protagonismo), allí se hacen converger los cuerpecillos de esos megalómanos. Ellos, aún teniendo dos brazos, un tronco, y una cabeza, como casi cualquier ser humano, parecen pesar más en nuestras mentes...sin embargo lo único que parecen tener en exceso es ego, el cual, sin ser modestos, puede equiparar la masa de algunos astros.


De modo lamentable, sus niñadas incongruentes e ilógicas, finalmente son asumidas como los intereses comunes de grupos de personas, de naciones, del mundo entero. En ese momento, cuando las riendas del mundo la toman los instintos más salvajes y egoístas del ser humano, es cuando la tubería de la mierda se desboca torrentosamente sobre nuestras cabecitas imperceptivas e ingenuas. Y todo, gracias a esas cápsulas de caca, los cráneos de los megalómanos, que dan la receta para que el contenido de su materia gris-café se generalice. Entonces, las semillitas se riegan por ahí, y todos, sin excepción, tenemos partículas fecales en nuestra lengua, en nuestros ojos, en nuestras venas, gracias a que de mierda vivimos y en mierda nos convertimos. ¿Qué pasa entonces, cuando un montón de insignificantes seres son incapaces de coexistir en el mismo espacio sin destruirse los unos a los otros?...¿tenés ventana?, sí, mirá para afuera.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Los titulares del conformismo

Las mentes tibias. Ni se enfrían ni se calientan. Conocen la dinámica de la ebullición, pero nunca alcanzan la temperatura para desbordar la olla a borbotones.

Se ufanan de tener la verdad en sus manos, en sus palabras declamadas al etéreo viento, debatidas dentro de la conciencia del intelectual enclaustrado en la academia ¿Pero cómo esas verdades retroalimentan y transforman la realidad cotidiana si su repetición incesante a la nada les priva de cuerpo de acción, les quita peso, y las hace entonces, lucubraciones banales, ni siquiera dignas de ruborizar o incomodar al más patético pseudotirano?

Las letras llaman a la rebeldía, al ajuste de cuentas, pero aún así, les cuesta trazar la mirada más allá de las páginas del libro, ejecutar la convocatoria a la que los insta el destino del rebelde. ¿Entonces de qué sirve el lograr ver los hilos de la enajenación humana, si no estamos dispuestos a buscar la cizalla para mutilarlos?

Tienen causa, pero no son rebeldes. Son pasivos con causa. Su corazón late un poco más rápido cuando ven el hambre y las lágrimas, no son indiferentes, pero no prende fuego cuando es necesario actuar para desenmascarar a los autores intelectuales de las injusticias del mundo. Los laberintos de argumentos, contra argumentos, tesis, síntesis, enunciados y demás, no les permiten ver más allá de sus propias narices, puesto que, los problemas trascendentales, y los encargados de solucionarlos, no son dignos de ensuciarse las manos, ni de manchar su nombre, ni de turbiar las aguas de la conformidad humana, que impone la uniformidad con las que nos sujetan. Y al final, son una trampa mortal para cualquiera que se plantee el cambio social, puesto que su miedo, su tibieza, su indeterminación, y su mente pusilánime, reproduce las etiquetas satanizadoras con la que se tacha al revolucionario y al rebelde. Sin darse cuenta, le siguen el juego al monstruo feo que tanto estudian. Conocen cada parte constitutiva, cada órgano, cada instinto de voraz ataque. Pero insisten en verlo por televisión, sentados en la comodidad del sillón, como si el monstruo se fuera a ahogar solo sin llevarnos a todos al mismo agujero. Cuando se dan cuentas, el tope del agua calma, está por encima de sus cabezas, y sin darse cuenta, ahora respiran del mismo líquido que sella los poros de la insatisfacción.

domingo, 6 de febrero de 2011

Adentrándose en el estanque de pirañas

Siempre me ha costado fingir espontaneidad. Esa afirmación es por sí sola contradictoria. La espontaneidad es dicotómica con la mentira. Pero sabemos que hay gente que puede personificar total naturalidad para ocultar sentimientos o pensamientos hacia el interlocutor. O simplemente, pueden cometer actos por los cuales no se sienten responsables ni culpables, no, ni una sola gota; entonces, al encarar el victimario a la víctima, para el primero, es como si todo fuera, de hecho, natural, espontáneo.

Yo admito, que en mi caso, la expresividad no es de mis cualidades, ni aún con mis más cercanos amigos. Además, soy bastante sensible a los agravios contra mi persona. No sé si será porque me considero un tipo con buenas intenciones, que no gusta de la insidia y la ponzoña, entonces me siento como objeto de la injusticia cuando me agravian. En el fondo, supongo que todos nos consideramos buenos, inocentes y puros, pero tomando esto en cuenta, sigo sintiéndome vulnerable a aquello que no presupongo, a esas formas de relacionarse tan venenosas y dañinas, que simplemente elimino de raíz al aparecer.

Sumada mi cara de piedra y me sensibilidad (de nuevo, un poco contradictorio) tenemos como resultado a alguien que no puede fingir agrado hacia aquellos que me han ofendido gravemente. Podré subdimensionar el asunto, ignorarlo, dejarlo pasar, pero aún ni mis muchas capaz de intermitente valeberguismo pueden obviar algunas cosas, y cuando eso sucede, no soy capaz de conciliar sonrisas y diplomacias con los que devoran mis espaldas y calumnian mi ser. Dicho de otro modo, la hipocresía es incompatible con mi ser. Podré, consciente o inconscientemente, ofender a otras personas, no lo niego, no soy la madre Teresa de Calcuta, puedo resentir y hasta odiar, pero jamás, fingir normalidad.

Aún así, existen situaciones que nos obligan a verles las caras a esos tipejos, a las comadrejas nocturnas. Peor aún, las relaciones grises que entablamos simplemente trazan superficies para posar más sonrisas falsas y vomitivas conversaciones, en las que puedo apreciar la textura, color y forma de las pieles, todas muy distintas y variadas, que usan muchos que me rodean. Esas situaciones las odio tanto, me cierran las vías de escape que normalmente utilizaría como instinto de supervivencia para defender mi equilibrio mental. Me recuerdan que el mundo de las personas es detestable, y por eso, me detesto a mí mismo y mi cotidianidad. ¿Se sentirán orgullosos acaso de lavar la voluntad de un ser humano y restarle sentido a sus días?

Los suicidas, los asesinos en serie y los tipos que cometen masacres en masa en días de locura, de pronto parecen ser más coherentes que aquellos que llenaron sus días de desgracias y despechos, que apilaron razones para atentar contra la estabilidad. Yo, al menos, me conformaría con ser un ermitaño.

domingo, 30 de enero de 2011

Indagando las fisuras de las puertas cerradas

El olor de su axila no era molestia alguna para mí. Era una peste gentil, necesaria. Pero para la tipa que iba enfrente de él, era casi un insulto a su civilidad, como si el aire acondicionado, el asiento reclinable y el alto costo del pasaje del bus crearan una atmósfera indigna de ser violada por los habitantes del campo. Ese pedacito de “ciudad para llevar” no era infalible, así lo confirmó cuando optó negligentemente por cambiar de asiento, para de nuevo, ignorar la existencia de esos seres extraños, que desde su punto de vista, eran únicamente necesarios para cumplir las etapas tempranas de la división del trabajo, pero definitivamente, su ventaja comparativa en el mercado no era la de aromatizar autobuses.

Este tema del sudor del campesino sentado a la par mía verdaderamente me hizo pensar en muchas cosas. Muchas veces, cuando veo a alguien con una de esas caras arrugadas de tanto entrecerrar los ojos, con la piel y el pelo tostado, y las manos duras solo tan duras como su trabajo, como las herramientas que empuñaron, como la maleza que arrancaron, me avergüenzo un poco por vivir bajo el ala de la pequeña burguesía apostólica romana. Claro está, oler el trabajo, es un mundo totalmente diferente. La vista es uno de esos sentidos que uno puede manejar más a voluntad, desviando la mirada o dejando caer los párpados. Pero en cambio, el olfato, recoge del entorno indistintamente estuviera a nuestras espaldas o sobre nuestras cabezas, y no podemos parar de oler algún hedor específico. Por ende, ese labriego sencillo vino a retar necesariamente a todos a su alrededor. Y a mí, pues, no me perturbó ni un solo receptor olfativo; eso hubiera sido negar la esencia misma de lo que soy, sin mencionar, que desprestigiar ese subproducto (el sudor) de la cosecha de alimentos equivaldría a escupir mi plato o botarlo a la basura.

Claro está. Que un muchacho universitario de veinte años, como yo, no puede decir que no es socialista (a menos que me haya tragado el discurso del éxito aritmético, acumulando papers y patronos en mi currículo), y era inevitable, desde ese punto de vista, cuestionarme un par de cosas.

¿Podría este señor, abstraerse e interiorizar mi discurso filosófico-teórico? ¿Entendería si le digo que ha sido víctima de la proletarización del campo, y que a su familia hace muchos años los despojaron de un medio de producción, y ahora, al ser un vil asalariado, su empleador ignora el pago de gran parte de su trabajo, y que con ese margen, se hace rico, bendita seas entre todas las mujeres, y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús? Lo dudo mucho. Y no por ser yo parte de una casta de elegidos, capaces de entender las crípticas categorías económicas de Marx, sino, porque simplemente la vida nos tomó por caminos diametralmente opuestos (pero simétricamente alejados, eso significa, complementarios).

Estoy convencido de lo que digo. Mis liturgias tienen algún fundamento, según sé. Pero, ¿recitarlas en los cafetines y en los bares de mala muerte (en el segundo caso, enredándolas un poco y arrastrando las palabras etílicas) comenzaría a oxidar las cadenas, única cosa a perder si este hombre se decidiera a abrazar la revolución? Tampoco.

Irónicamente, este señor podría sentir hambre de tanto en tanto, aunque cosechara suficientes papas como para un regimiento. O sed, después de regar con miles de litros de agua los cultivos, pero al llegar a su casa, no obtener nada del grifo, gracias a la bondadosa acción de los campos de golf y las piscinas de los hoteles a pocos kilómetros de ahí, que traen desarrollo y empleo. ¿Son sed y hambre de sequía? ¿O algo más priva a su familia de bocado alguno? Tal vez, esa yaga es en la que mi dedo deberá entrar, pero solucionarla necesita de la luz que revele los finos y delgados, pero fuertes hilos de la alienación. Y sabemos bien, que entre más delgado es un hilo, más presiona y más duele, y si llegara a presionar mucho, nos cortaría las cabezas.

Aún así. ¿De qué modo llegarle? Estando a la par del campesino me sentía como al lado de una puerta, en una habitación oscura, cuya única iluminación venía de las rendijas del umbral. Y si me acercaba a espiar a través de ellas, solo lograba ver la luz enceguecedora y sentir la brisa que movía mis cabellos y refrescaba mi cara, pero no podía distinguirse nada del otro lado aún. Al parecer, debía yo encontrar una llave, para acceder a esa luz, esa sensibilidad. Y al menos sé, que ningún ábrete sésamo, ni otras palabras cargadas de nada, serían el motor de su apertura. Las palabras transportan conocimiento, pero tienen que apersonarse y concretarse en la realidad, guiar actos verdaderos, y no solo reproducirse como más y más rosarios. Solo así, podrían servir de algo.