lunes, 15 de noviembre de 2010

En el país de los desterrados

Una lluvia caprichosa decidió incomodar al filo del amanecer, evento raro, que sucedía cuando en esa avenida adoquinada si acaso unos pocos desdichados transitaban, cumpliendo algunas de esas labores que son invisibles ante los ojos de la mayoría, pero comúnmente llamaríamos trabajo sucio, ese que alguien tiene que hacer. Uno llevaba ya un par de horas de repartir periódicos entre negocios somnolientos, actitud antagónica al hervor del mercado que pronto propiciarían; otro, un funcionario municipal, limpiaba con una manguera a presión los desechos fecales de los indigentes de la zona, que tendían a hacerlo en media calle solo con el fin de retar el pudor de los simples mortales, sin embargo el ayuntamiento jamás podría darse el lujo de visibilizar síntomas de ese submundo estéticamente incorrecto que pulula en las mismas calles que los niños y ancianos esperan transitar sin contratiempos; todo eso, claro, para no alarmar las percepciones delicadas del ciudadano promedio.

Ese lunes, nublado y borrascoso, significaba que un desfile de caras grises y desanimadas pronto se apoderaría en pasiva e impotente estampida, todos en busca del escritorio que los albergaría 8 horas a cambio de un dinero para sufragar penas económicas, fueran de los acreedores financieros que cobran los préstamos, hipotecas y demás, o los acreedores sociales, que sabían que con el mero hecho de exhibir en vitrinas y pautas publicitarias algunas porquerías mercantiles, habría una vorágine de hechos que desencadenaría en el flujo de miles y miles de esos ínfimos salarios hacia sus arcas. Era un hecho inexpugnable, que los míseros consumidores no podían evitar, puesto que el mecanismo que los exigía vivos, tal si fueran ríos de aceite que lubrica sus máquinas, también los necesitaba consumiendo al otro lado del mostrador. Era el chantaje con el que los mantenían atrapados, la pistola sobre la sien.

Inexpugnable era también el paupérrimo estado en que me encontraba: sentado sobre el piso, mi lecho nocturno, al lado del jardín de algún banco cuyo nombre nunca me interesó. El frío me había inquietado toda la noche, aunque ya me había acostumbrado al constante temblor de mi cuerpo, lo que no pude soportar fue la helada lluvia que se vino con los primeros rayos de luz. Enfrente se erguía uno de esos típicos edificios de los ochentas, totalmente cuadrado y simétrico, cuya única consideración arquitectónica podía suponérsele a algún insípido tecnócrata urbano; la fachada se dividía entre parchones de pintura azul, gris y verde, las distintas capas que alguna vez tuvo, más otras partes sin pintura del todo, puesto que se había descarapelado. A su lado había un antiguo edificio del siglo pasado, que poco despertó el interés de preservación de los distintos encargados de cultura de esa ciudad, y más bien parecía un cine porno de mala muerte. Y así una continuación de estructuras poco placenteras a la vista se conjugaban con los basureros desbordados, las bancas semi destruidas y demás mobiliario urbano en descomposición.

Tengo que admitir que un poco de melancolía me invadía. No puedo negar que el haber pasado dos o tres noches (ya ni recuerdo) en un frenesí de drogas me hace sentirme un poco culpable, aunque de manera pedante a veces me ufano de mi condición, pero eso lo explicaré pronto. El ardor en el estómago, por la falta de comida y la ingesta de sustancias pesadas, el mal olor a orines en mis pantalones, la sensación diarreica en mis intestinos que querían explotar, el dolor de cabeza y la aversión a la luz, entre otras cosas, eran un alto precio físico y moral a pagar por complacer mis más bajos instintos, incomprendidos por mi familia y amigos (y no, en el mundo de las drogas no tengo amigos, jamás podría llamársele así a un adicto). Pero esa es mi libertad, es mi forma de gritarle al mundo que todos están errados y engañados, atrapados por una telaraña de costumbres y repeticiones que los hace vivir una realidad virtual, cultural, que no es sino para beneficiar a otros, aunque a la misma vez, también les digo que me importan un bledo, que soy capaz de ignorar sus criterios prejuiciosos hacia mí y hacia otros, que la humanidad me es indiferente, que son una escoria de la que puedo prescindir.

Varios días habían pasado desde que no iba a mi casa, a ese cuchitril pequeño burgués en la cual mi madre insiste que re haga mi vida. No hay día que yo no pase dentro de esa casa que mi madre no ore por mi alma perdida antes de la cena. Elevando sus súplicas a ese ente ficticio, mitológico y alienante que es dios. Las palabras se desgranan en el aire, de la dureza sólida de las paredes no pasarán, ningún oído celestial intercederá por mí. Es más, yo soy la prueba que dios no existe. Ah sí, soy ateo, he de mencionarlo, puesto que para mí, la única doctrina es aquella que me aleje más de las intrincadas relaciones de la gente, llenas de hipocresía, de traición, de reconciliaciones y conflictos. Si dios realmente existiera, o 1) sería realmente imperfecto al crear un mamarracho tan disfuncional como nuestra sociedad humana, o 2) ha de tener un resentimiento profundo hacia nosotros, o 3) este sería el infierno, y el mismísimo sol, el horno que ha de tostarnos. Pero esos adoquines no me rechazaron, débil y famélico, caí de nuevo en la tentación; no soporté el final de mi primer semestre de universidad. ¿Para qué, al fin?, realmente el ser abogado no me llamaba la atención, pero tenía que tener un título y hacer algo de mi vida, tenía que ser capaz de ofrecerme al mejor postor para poder ser una persona completa y realizada.

Pero bueno, me he encargado de relatar mucho mis nociones del mundo y no tanto la situación en que me encontraba. Ese sentimiento de calma antes de la tormenta me comenzaba a molestar bastante. Sabía que unos minutos más allí y el caudal de personas aumentaría, lo cual incomodaría mutuamente a mi persona y a los transeúntes. Así decidí levantarme del piso, acción que casi me causa el vómito por el intenso mareo y debilidad que sentía; con costos pude no caerme gracias a la ayuda de un árbol sobre el cual me apoyé. Algunos me dirigían la mirada fugazmente, solo como por reflejo cuando uno ve algo moverse con el rabillo del ojo, pero difícilmente lograba capturar la atención de alguien; aunque la tendencia general pronto cambiaría, puesto que individuos menos acostumbrados a las barbaridades del inframundo comenzarían a adueñarse de ese lugar. Así, tenía que aprovechar los últimos haces de sombra que podían encubrir mis pasos (y no de sombra física, porque, como ya dije, el sol había salido hace poco; más bien hablo de esa sombra de percepción, como si la luz la vertieran los ojos ajenos, y así pues a aquellos que se han acostumbrado a mí, les importo poco, son compatriotas del país de los desterrados). Con pasos muy torpes logré alejarme de esa avenida, y me guíe por la acera que iba sobre una calle principal paralela al paso peatonal, donde ya transitaban los primeros buses del día. Mi idea era llegar hasta un lote baldío que distaba algunas cuadras de allí, y poder descansar más plácidamente. Pero entonces, vi al otro lado de la ancha calle un par de siluetas que algo se me hacían conocidas. En la boca de una parada de autobuses de una región a unas tres horas al sur de la ciudad, estaba un compañero de clase de la universidad, fumándose un cigarro y con una maleta negra y rectangular a los pies, esperando un taxi en la despoblada avenida. A los pocos segundos, un amigo de él, que recordé haber visto por los pasillos de la facultad, se le acercó y le pidió un cigarro, tal vez lograban aminorar el frío con esa medida (su hogar era bastante más caliente, por ende la brisa más fresca les arrancaba un tremor en los dientes). Ambos tenían la cara cansada, y hasta se podía distinguir a lo largo sus ojeras. Podía suponer, pues, que se desvelaron varias noches en quehaceres académicos, tal como a mí me lo exigían. Por un momento el estupor comenzó a desvanecerse, y de mi se apoderaban pensamientos de impotencia, me sentí ligeramente negligente por no haber sido capaz de cumplir esas obligaciones. Entonces pasó un taxi, los vio de reojo, y con sus dedos les hizo una seña negativa comunicándoles soezmente que no les pararía. El primero de ellos reclamó alzando los brazos en el aire, y el segundo se inmutó levemente si acaso. Esto nuevamente justificó mis noches de perdición. El taxista les negó el servicio por cuestiones concretas, no por caprichos incuestionables. Era un asqueroso racista que creía que la gente del sur era intrínsecamente mañosa y tacaña, y a esa hora podría hasta tratarse de ladrones de poca monta, que con su tez morena y su acento de campo atormentarían cualquier buen samaritano. ¿Qué mejor forma de celebrar mi conquista inconsciente, la confirmación dinámica de mis teorías, sino con una buena piedra de crack? Me dije a mi mismo que sentir la tentación de volver a la normalidad era común, un impulso inconsciente, que eso era lo que ellos querían que yo pensara; lo malo no era sentirlo, sino dejarse ir, de ese modo, una buena dosis de liberación me pondría de nuevo en el lugar ideal: lejos de las conductas humanas.

Sí, yo sé que es una liberación contradictoria. Pero para mí, liberarme es que nadie sea dueño de mi destino, es una nueva forma de ser egoísta, en la que prefiero no darle ni un solo ápice de mi persona a nadie más, aunque eso me cueste desposeerme de mí mismo; es como arrancarme totalmente de la existencia y que sea imposible sacar partida de mis facultades, eso es libertad: autoterrorismo. Y no me tienen que decir que yo vivo atrapado. Yo sé que vivo atrapado, y que mi captor no es un humano (lo cual me conforma). ¿Pero acaso los demás no viven atrapados también? Que mis grilletes sean más evidentes y repudiados no los hace mejores a ellos, ni aunque me señalen mil veces, ni aunque crucen la calle cuando me ven, ni aunque mi aparición en la luz del día signifique un insulto a la patria… ¡Ja! ¡Como si los padres de la patria no fueran en gran parte los mecenas del narcotráfico, la prostitución, la guerra y el hambre! Tampoco pueden echarme la culpa de ser así, es más, en parte me siento bendecido por que se me haya impuesto semejante condición humana. Sí, así es, la mayoría de drogadictos no escogimos serlo, como tampoco el gran concertista compró por internet su talento en el piano, ni el filósofo nació con las obras completas de Kant en su acervo lógico. Esa estúpida ideología de la voluntad omnipotente es pura mierda, los que la propagan no hacen sino sacudirse las manos de la sangre que las tiñe y la mugre que las ensucia, es desentenderse de la culpa que tienen en que todo lo malo se materialice. Cada asesinato, cada violación, cada robo, cada transacción de drogas, cada desfalco financiero y cada político corrupto no son sino manifestaciones distintas del mismo monstruo, cuyas células constitutivas somos nosotros mismos, pero somos tan pequeños e insignificantes que fallamos en distinguir ese hecho fundamental, y apelamos a esa voluntad omnipotente, como los más ingenuos, creyendo que realmente tenemos autonomía de acción, olvidando que dentro del monstruo cumplimos funciones específicas que no podemos dejar atrás, sino nos enfermaríamos y nos castigarían. Así, el pobre tiene sobre sí presiones muy fuertes que lo compelen a seguir siendo pobre; el drogadicto también es víctima de fenómenos biológicos que lo condenan a la ansiedad eterna del vicio, que genera un vacío más profundo e insaciable que cualquier dimensión cósmica pueda calcular.

Cómo y cuando llegué a ese punto: no importa. Pero me encontraba tirado sobre el altísimo zacatal de un lote baldío. El lugar en sí no me era desconocido, pero en aquel momento la lucidez no era mi mejor cualidad. Logré incorporarme torpemente, para dar unos cuantos tumbos hasta lograr recostarme sobre la pared de un edificio contiguo. Los efectos de la droga dominaban aún mi percepción y mi conciencia. Aquellos treinta segundos de placer se habían esfumado hace mucho, mismo lapso de tiempo que se yuxtaponía perfectamente con un momento de libertad absoluta, en el cual podía volar, sentir esa vorágine interna expulsando en violenta centrífuga toda la ansiedad, las preocupaciones, los miedos, las inseguridades, los arrepentimientos y demás consideraciones inútiles que me hicieran dudar de mi decisión. Ahora el cuerpo me cobraba sin piedad la intoxicación de que fue víctima (es como una relación de odio entre mi espíritu y mi cuerpo, son tan incompatibles como el infierno o el cielo, que tienen que habitar la misma existencia y repartirse almas bajo las mismas leyes bíblicas); mis sentidos estaban sobre expuestos al mundo, cualquier cosa a cien metros la oía con total perfección, tanto así, que me apabullaba el ruido meridiano de la ciudad; la vista también se encontraba doliente por la excesiva luz que entraba a ella. Pero ningún síntoma físico podía aplacar mi orgullo, cualidad que me hacía distar de un adicto común, ese que simplemente permite que la ansiedad ensombrezca y potencie sus arrepentimientos. Saber que en ese momento no tenía que subsumir mi propia vida a los deseos de otros, me absolvía de todo crimen contra mi corporeidad.

Decidí salir de ese matorral, para volver a la calle, y contemplar con dicha todo lo que no era yo, y navegar impío y antitético entre las personas corrientes, sentirme como la negación de todo lo que sus ínfimas vidas significaba, retar su decencia y decoro, y simplemente ser, sin ataduras ni cadenas impuestas. Esa miseria antiestética, alcanzaba mi máxima belleza interna, era mi gran obra de arte, mi pequeña rebelión escandalosa. Un buen curador vería en mis harapos y mi mal olor, la más solemne expresión de libertad y pureza, puesto que ni un átomo de prejuicios o construcciones sociales habitaba en mis actos. Cada paso que daba sobre la ruinosa acera afianzaba más y más mi expulsión rebuscada de ese espacio cultural del que nunca pedí ser parte. Las miradas todas seguían mi tormentoso andar. ¿Tan poco les importo que soy capaz de arruinar su día? ¿Soy más pequeño que la nada? ¿Y la nada es todo? Soy el vacío que absorbe al todo por mera inercia física.

Enfrente mío iba una señora de unos cuarenta y cinco años, medio rechoncha, con un perfume de por sí espantosamente dulce, pero que ante mi olfato potenciado, era como una peste incesante. Su caminar era un poco lento dado su ligero sobrepeso y torpeza, por ende, íbamos a una velocidad parecida, aún así nos distanciaban unos seis metros. Sabía cómo inquietaba a la pobre señora, que seguramente se sentía profundamente ofendida por mi existencia. Yo era una aparición de un mundo oscuro que normalmente no vería frecuentemente, pero yo decidí llevar esa mierda hasta ella y todos los demás, para que dejen de creer en sus fantasías diurnas, cuando todo está poblado de gente y aparentemente funcional. Pero de un momento a otro, alguna fuerza impredecible facultó a esta mujer para huir corriendo de la desdichada escena, gritando desesperadamente cosas que en mis oídos se desdibujaban como alaridos saturados. Poca importancia le di al hecho y seguí mi andar turbulento. Seguía absorbiendo la atmósfera alrededor mío, sintiendo que esa ciudad era sólo mía. Cuando la señora, por la esquina de esa cuadra, aparece de nuevo, ahora con una cara jactanciosa, vengativa, pero acuerpada por dos grandes policías. El dedo índice de su rechoncha mano se dirigió hacia mí, como tal vez antes señaló juiciosamente a otras personas, e inmediatamente las dos masas de carne acéfala y uniformada corrieron hacia mí en actitud agresiva. De pronto estaba siendo apaleado en el piso sin impronta alguna. Definitivamente no era la primera vez que me sucedía algo parecido, pero tampoco era placentero recibir semejante paliza. Los puñetazos en la cara eran casi tan dolorosos como los macanazos en las costillas. Era una suerte de venganza de la sociedad contra mí. Ahora el espectáculo se salía de mi control, y un círculo de idiotas se hizo alrededor con el único fin de curiosear, probablemente con un cierto regocijo por verme disminuido y destruido. Acérquese más señora, ¿está segura que este era el piedrero que trató de asaltarla? Creí escuchar de uno de esos cínicos policías, cuyo abuso de autoridad era una ventana que mostraba una gran estepa árida y desierta: su vida incolora y poco gratificante, más bien, tortuosa de tener, casi como si respirara ácido cada segundo que su corazón latía. Podía sentir la cadena de violencia en cada uno de sus golpes, sabía que entre más fuertes eran, más doloroso era el hecho de su vida que desahogaba y cobraba en mí; del cual yo no tenía ninguna culpa, dicho sea de paso.

La vieja asquerosa asintió. El otro policía emitió alguna amenaza hacia mí, que sinceramente no me importó. Poco a poco se comenzó a disipar el público, por cuanto los títeres de la retorcida y humana ley estaban levantando un acta, y al parecer el papel y el lapicero no califican como circo romano para los muy civilizados espectadores. La mujer se me acercó y me profirió improperios bastante estúpidos, y ahí fue cuando comprobé mi teoría: esa tipa era un engranaje más, y cometió un acto totalmente natural y predecible, fue error mío no predecir la posibilidad de que algún día me sucediera hecho tal. Del mismo modo, los policías actuaron en instinto como cuando un girasol da vuelta hacia el sol cada mañana, con la diferencia que la delicada flor lo hace por impulsos biológicos y evolutivos, los viles humanos lo hacen con instintos sociales, fundados culturalmente en su psique. Los prejuicios de la señora la llevaron a un extremo de suposiciones y distopías sobre mí. Aún así, el tono altanero y penetrante de sus palabras me impacientaba, más aún sabiendo que un ser tan inútil podía arrogarse ese cobarde derecho solo bajo la sombra de las macanas y la represión. De nuevo, un acto, digamos, natural, en tan insignificantes personas. Los policías entonces se dirigieron a pie hacia la delegación, sentido opuesto al rumbo que tomó la vieja. Todos me suponían suficientemente maltrecho como para no pararme por un buen tiempo. Pero no contaban con que la naturaleza prevalece, y los instintos que rigen mis actos son más fuertes que cualquier atadura corporal. Y sigo ufanándome de ello, puesto que no es ninguna persona la que me ata, sino, entidades superiores a las que me dispongo en bandeja de plata, aunque eso implique mi propia muerte. Entonces, me levanté del caño y como si nada me hubiera pasado, comencé a caminar, pronto, me encontré corriendo hacia la señora, y ese impulso se manifestó: tenía que negarla, que complacer sus prejuicios, que incomodarla, que arruinar su día, que tomar la más adecuada venganza, y era confirmando la exclusión que ella misma creó, castigo que se buscó de su propia boca, como si los actos de las personas dejaran estelas de destrucción por todo lado, y la misma violencia fuera autónoma e incesante. Le arrebaté el bolso, porque ella, sin saberlo, me lo pidió desde el momento en que pre supuso que yo lo haría. Corrí, tanto como pude. Y logre, como el más grande de todos, recuperar el trono que por unos minutos me habían arrebatado. Entonces, medité una cosa: ¿Cómo sería inaugurar un país donde a nadie le importe nada?

domingo, 24 de octubre de 2010

Alienación Obcecante

Su mirada perdida delata que se ha sumido en aquel mar de signos y no puede entender el mundo sino dentro de los conceptos preconstruidos por un ajeno y dispuestos en su percepción como un lenguaje de programación que la hace útil, mas condiciona todos sus juicios, que tienen tintes de repetición, de usurpación convenida por el usurpado.

Algún ligero rechazo sufrido desde la sociedad la hace creerse distinta. ¿En qué difiere? Si en ella solo se encuentra mismo el apestoso hedor con el que se identifica al resto. Hedor tan distinto como el de quien muere alguien de viejo o por homicidio, vías distintas de sumisión al abismo, pero al final, el viejo como la víctima dejan de respirar, cierran los ojos, su piel se vuelve insensible como el cuero, dejan de ser, y en nuestras mentes no son sino un signo, una reminiscencia de lo que fue carne, hueso y sentidos. Pero a fin de cuentas ¿quién no ha sentido rechazo de parte de otros?. No por haber acogido el rechazo y el aislamiento como eje de vida se ha emancipado del mundo de las apariencias y el consumo, no ha dejado de ser una gota de aceite que lubrica los mecanismos de control. Aún así sigue creyendo que es distinta, que se ha salvado de ser una vulgar etiqueta (ni vistiendo de hippie, ni adorando a Satán, ni criticando con la copa de vino en la mano), pero no entiende que la gran modernidad se vierte sobre cada esquina, rendija y grieta, como un gas necio que se cree omnipresente, así pues para ella también hay lugar en el estómago de la bestia.

¿Eso es ella? ¿Una reminiscencia que optó por anularse y dejarse llevar por el torrente de almas perdidas?. Alma tan perdida, como el viejo o la víctima, igual de insensibles, igual de ausentes.

sábado, 2 de octubre de 2010

Imposición idílica

Detengámonos a contemplar la lluvia por un rato, tal vez allí obtengamos nuevos elementos de juicio para el análisis posterior; aunque las observaciones más primerizas poco ayudan a dilucidar la cuestión, y más bien acentúan la pizca de melancolía que amenaza con ahogarnos: Entonces, la lluvia no es sino una monótona miríada de elementos homogéneos que, por una decisión unilateral de la física de partículas, se condensó en miles de millones de gotas individuales que se precipitan contra el asfalto, contra el zinc, contra la tierra desnuda también; pero en el fondo no son sino extensión de una nube matriz que las condena a creerse multitudinarias y únicas, como los arrogantes copos de nieve, que dentro de sus delirios estéticos se ufanan de exclusividad, para finalmente ir y venir dentro de cuerpos acuosos. Hasta el rocío más gentil, contra su voluntad de terciopelo, se deja llevar por las emociones, y en algún momento de su vida tomará la forma de un granizo del tamaño (y el ímpetu) de un puño. Todos se engañan, pero no son sino elementos inalienables y englobados de la hidrosfera, de la misma masa cuyo factor común es la composición química, relación que las manejará caprichosamente sin que lo sepan, puesto que eso las condena a la sumisión de la ley de su tipo: siempre que haya sol se evaporarán, siempre que haga frío se congelarán, con la gravedad correrán hacia el mar, y demás imposiciones tácitas que a veces ignoramos. Así pues, el ciclo hidrológico aparenta regalarle ego al lago con más historia y fama, a la tormenta más violenta, al arrogante pero bello copo de nieve, sin embargo sus personalidades incipientes se ven enmarcadas dentro de ser simple y sencillamente agua, no aceite, ni arsénico, sino agua; así pues, cada una puede ser reducida a insulsas gotas (y no de rocío, sino de las vulgares, de las que no acarician las hojas de las plantas o las mejillas de los niños).

¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? Pues lamentablemente todo lo que me rodea sigue el orden lógico arriba expuesto, aunque al mismo tiempo, quisiera que todo eso fuera desterrado de mi vista. Sí, es correcto, las personas, históricamente determinadas en mi contemporaneidad, son reflejos del agua vital que en gran parte somos. Reflejos poco solemnes, igual de desesperados y con una percepción sobre la individualidad también de tergiversada: también somos parte de un todo pero nos hacen de creer que somos únicos a través de nuestros deseos. A fin de cuentas…mi astilla es una cosa muy mundana, y lo expongo a continuación.

Se me plantea inicialmente una dualidad dicotómica: me exigen tomar un curso de vida que sea mercantilmente viable, para poder indiferenciarme los demás miles pobres diablos que se ven compelidos a alquilar su voluntad, para impedirla, contravenirla, y ponerla a funcionar en pos de intereses externos a los propios, y convertirme en un ser deseable para otros, aquellos que pueden hacerme el favor de darme de comer, y al mismo tiempo, y de un modo más grotesco, reconocerme como persona, puesto que parece que el único tacto que puede identificarme en la oscuridad de la inexistencia humana, es aquel del choque agresivo entre pobres diablos compitiendo por una misma cosa, cuyos sonidos de guerra, sus arrebatos caníbales, son oídos por los generales que después decidirán si nos traen al mundo de las personas o nos dejan vagando en la dimensión de las ánimas. Aunque bueno, todo eso es relativo a la satisfacción de las necesidades más básicas de mi ser físico (como ya se sabe, atadas a una viabilidad mercantil laboral, para obtener así las migajas que llamamos salario, pase universal a los bienes de subsistencia), paralelamente, también tengo que mantenerme dentro de los paradigmas culturales, de género, etáreos, y demás, lo que se supone que debo ser, para así poder conseguir la paz psíquica, que se logra al no perturbar el decoro y el pudor de aquellos con los que me relaciono de algún modo, y con ello, no generar un caldo de cultivo para los dedos índices señaladores y las palabras enjuiciadoras que nos delatan como transgresores del orden establecido.

Pero al mismo tiempo, el otro lado de la dicotomía se manifiesta: se me reclama por ser conformista si no persigo mis magnas y altivas metas, si no trato de ser un objeto único dentro del mar homogéneo del que me obligan a ser parte para sobrevivir, o en el peor de los casos, se me juzgaría duramente por ser pobre y no tener fuerza de voluntad para acceder a las mieles del éxito. Se me hace sentir único a cada paso que doy, capaz, inteligente, hedonista, me proponen viajes a Europa, autos de lujo, la vida de un rockstar o por defecto, cualquier deseo que alimente la individualidad. Esta situación parece más ser un señuelo que una oferta realista, la máscara que utilizan para que nos dispongamos a las órdenes de la maquinaria que nos desgrana; esto nos comienza a indicar de qué manera, a pesar de presentarse como una dicotomía, tiene una raíz común, y simplemente posee dos caras distintas: la que vivimos y la que nos venden. ¿Raíz común?, pues sí, todo se remite a eso de vivir para otros (las migajas no son casualidad); en nuestra primera faceta de viabilidad mercantil, es bastante obvia la sumisión, mas en la quimera de las ilusiones y las fantasías de televisión, acarreadas por modelos profesionales, maquillaje y estudios de psicología del consumo, es un poco más difuso. Aunque todo comienza a aclararse cuando retomamos aquello de la paz psíquica que obtenemos cuando nos sometemos al hierro de las normas sociales, y así pues, nuestras necesidades (por cuya satisfacción nos esclavizamos a una rutina laboral) terminan por englobarse dentro de ese torrente de signos e imágenes, las cuales, si no son evocadas en nuestras acciones, si no las repetimos industrialmente, seremos castigados. Consecuentemente, el modo en que como seres humanos nos desenvolvemos, y el cómo configuramos nuestras metas, también será motivo de juicio externo…por ende, nuestros sueños e ilusiones devienen en sus utopías.

Claro, hay una forma de librarse de esta contradicción, al menos parcialmente. Será pues, sin chistar, acceder a regocijarse dentro de la enervante rutina laboral, dentro del esquema ético circundante, dentro del concepto de masculinidad (o femineidad, según el caso), practicando la religión dominante, etc. (aún siendo más castrante el trabajo, puesto que no solo compromete nuestras mentes y nuestras percepciones, sino que llega a enclaustrar al cuerpo y al tiempo, desdeñando nuestra calidad humana por varias horas al día). Es un tipo de masoquismo que, por supuesto, yo no practico ni entiendo; es la capitulación a la servidumbre (no tan) encubierta, a aceptar la supresión de la libertad real, y cambiarlo por toneladas de libertad aparente (y mediatizada). Tal vez acá nos demos cuenta que yo he enfocado este problema de un modo un tanto egoísta, puesto que la gran mayoría de los tristes mortales, no ven ninguna dicotomía, han optado por consumarse en los placeres superficiales que resaltan como única opción a la hora de llegar al hogar tras una larga jornada, de esas que disponen todas las facultades de una persona al servicio de otra, a la espera de algún beneficio residual, dando por un hecho la categoría moral de sabandijas que portan a cuestas, sabiéndose imposibilitados de acceder a los vinos y a las putas con las que sus superiores ejercen y materializan su posición social (aunque las corbatas de unos cuesten diez veces más que las de otros, siempre hay formas cada vez más extravagantes y desfachatadas de hacer valer). Y ya cuando en sus billeteras reside aquel beneficio famélico que obtuvieron tras besar el piso, tratan desesperadamente de lavarse el lodo que cubre su apellido criollo y su apartamento barato, cuyo motor es el afán de ser como los de arriba, ese es su impulsor: su inconformidad, la sistemática baja autoestima, implantado tras años y años de ver como le restriegan las hipotéticas y hedónicas quimeras, que poco a poco nos van desnudando sus propósitos homogenizadores y utilitarios.

Así pues, me niego a ser parte de ese individualismo truncado, ficticio. Solo rasga tímidamente las capas exteriores del alma, empero esta sigue sin ver la luz del sol, sin alimentarse, sigue sin oxígeno, y por ende, empequeñecida y ensombrecida. Que alcanza solo sonrisas fugaces, que se ven espaciadas por momentos de angustias para poder alcanzar de nuevo esas felicidades transitorias. Me declaro una gota que quiere dejar de ser agua, que sabe que ser el glaciar o lago es indistinto y falaz; aspiro a abandonar las coercitivas leyes de las personas, que funcionarán como destino, futuro y perdición para la mayoría. Pretendo no dejarme chantajear más por las amenazas de aislamiento y relegación, ni tampoco supeditaré mi vida a los deseos de aquellos con votos de consumo, capaces de disponer de mis esfuerzos. Esos terroristas que blanden sin asco los avatares de miles de negros muertos de hambre, mujeres arrodilladas con moretes en la cara, extranjeros vapuleados por la policía migratoria. O los desvergonzados que con una mano en la biblia (a veces para agregar peso divino a sus retorcidas palabras, otras para jurar contar únicamente la verdad sobre el banquillo de los acusados) me avizoran torturas infinitas en el infierno, pero que por otro lado, me prometen una vida eterna de gozo y gloria si me relego a una realidad ascética y frugal, si me arrepiento, perfecto complemento para poder soportar los embates interiores que suscita el ver a los jefes tomando vino y follando putas…la miseria del fracaso se mata con una ostia cada domingo. Tampoco me dejaré convencer por los que me dicen que tener como prioridad el crecimiento y prosperidad de este sistemita de engranajes que llaman economía, es la única vía para poder elevar la sacrosanta civilización al lugar primordial que se merece, y cualquiera que atente contra los valores de la nación y la democracia, será perseguido tal si fuera el criminal más atroz. Eso no es una vida, es una tregua.

miércoles, 14 de julio de 2010

El Averno

La noche era fría y lluviosa. Las gotas suicidas ejecutaban una sinfonía somnífera, que junto a la baja temperatura, se predisponían condiciones para un sueño plácido. Aún así, estaba sentado al borde de la cama, viendo por la ventana, admirando las ramas mecerse suavemente. Tal vez eso me podía tranquilizar.

Contrario a la lógica del entorno, no logré descansar mis párpados, algo me inquietaba, como un escozor, pero no estaba en mi piel, ni en mi cuerpo, simplemente algo no estaba en su lugar. Entonces hice a tomar del vaso con agua en mi mesa de noche, cuando sentí un extraño mareo, y noté el agua vibrar...¿será la inevitable verdad?. Oh, alucinaciones nocturnas tal vez…no, no era eso. Caminé hacia la ventana y sentí la misma frecuencia de mi cabeza vibrar en el vidrio. Abrí la ventana y una fuerte ráfaga de viento húmedo y gélido penetró en la habitación. Las trepidaciones de sus pasos agitaban violentamente la tierra e inquietaban el aire. Esa anunción en decibelios terroristas que hacían delirar a los incautos. Eran ellos, los transgredidos, los que ofendí con mis actitudes de fuero irreverente, los evadía, me iba a la deriva lejos de sus miradas críticas y su látigo, que con un golpe podían sacudir el mundo de cualquiera.

Yo sabía, maldita sea, las señales estaban en todo lado, pero no lo quise aceptar...¿Yo perseguido?¿Me estaban cobrando a estas alturas de la vida? ¿En serio tendría que acudir al exilio de mi propia identidad para saldar la deuda?. Mi esencia, mi don se transmutó en esporas, se incomodaron habitando mi carne y mis huesos, arrastrando mi infamia y mis derrotas, tachadas por mi inoperancia y mi negligencia, y se filtraron entre los poros para hacerse al vendaval invernal. Me sentí vacío, con la mente en blanco e incapaz de hilar pensamientos coherentes. Los pequeños remolinos de mi propio polvo danzaban con las gotas de lluvia, felices, ya no eran parte de mi, esa escoria sin honor.

Me precipité y grité, salí corriendo en ruta a el exterior de la casa, chocando contra cuanta pared me encontraba. Ya afuera, las ramas de los árboles parecían captar de la atmósfera pesada energías oscuras; se retorció forzosamente la madera de los troncos y formaban rostros tenebrosos, con sonrisas irónicas que irradiaban la satisfacción cínica de verme desposeído en el estrado. De pronto, parecía que todo se comenzó a disponer alrededor mío, en mi nublada vista veía los árboles moverse y disponerse en círculo, dejándome en el centro, a expensas de sus miradas. Hasta los más hábiles búhos parecían ser gárgolas expectantes en las copas, querían ver mi desfiguración inmaterial, querían ver como mi mente era sobrepasada en su capacidad, como era obligada a pensar lo impensado hasta entonces, lo pospuesto...

Pero los árboles eran si acaso lo más notorio del gran movimiento que poblaba la escena: más allá de la lluvia pesada y oscura, como torrentes de petróleo caídos de nubes pesimistas, bailoteaban sombras que volaban sobre mi cabeza, como carroñeros espectrales que se transfiguraban en medio vuelo, arrastrando sus borrosos cuerpos tras su cabeza fugaz, también se escuchaban risas y se veían ojos luminosos por acá y por allá, y demás consciencias que estaban allí para cumplir el contrato. Eran las 11:59, simplemente lo supe. Toda esta irrealidad me despertaba recuerdos de un pasado anterior a mi nacimiento, de pactos, de concordatos, de concesiones, de donaciones, del don…

Mi ideario y mi filosofía eran vanas suposiciones hasta entonces, me había traicionado día a día, mintiéndome a mi mismo. Vaciando las nubes, lloviendo siempre con sueños insulsos los campos a fertilizar, pero la semilla seguía guardada, no había arado aún el campo, diciendo, procrastinando el hecho, la tarea…lo pospuesto… Pues los mercaderes de la expectación no estaban muy de acuerdo con mis métodos en la agricultura de metas, me buscaban para cobrar, para cobrar las cosechas desperdiciadas a la infatua creencia injustificada de constancia y superioridad que yo siempre profesé.

El bosque ya era merecedor de un exorcismo. La tierra se tornó árida, gris y los árboles dejaron caer sus hojas, las cuales se volaron por todo lado, junto con las esporas y la lluvia, y tras un rugido omnipresente formaron una magna aurora en el cielo. Las ramas desnudas daban una idea esquelética de longevidad tortuosa, de senilidad, pero sus fornidos troncos aún estaban riéndose de mi, mientras las sombras danzaban contrapuestas a la mortecina luna, cuyo tenue fulgor rojizo moría poco a poco...

“Has pecado por última vez. Castigaremos las reiterantes transgresiones y burlas al balance universal, y haremos de justicia. Cobraremos la deuda de las promesas que no se cumplieron jamás.” – dijo la voz que se confundía con truenos.

Entonces toda la escena macabra empezó a reunirse en un solo punto: las hojas, el polvo, la lluvia, la tierra, todo, se arremolinó frente mío, alimentado por la luz de fuego se fundieron en un solo ente. Ni si quiera había suelo firme, solo una dimensión oscura que me rodeaba,...entonces de nuevo, se abrió el umbral.

Ya era hora...

Los avernos de mis tempestades se abrían de nuevo

La lava del infierno burbujeaba emanando pesadillas

Recalcitrantes recuerdos, de cuando me sumergí en esos ríos rojos

Como sentía que mi carne era cocinada en su propia inmoralidad

Tenía que entrar

domingo, 20 de junio de 2010

Desinterés inducido

A penas alcanzaba su mano izquierda a rascar la piel bajo el grillete de la derecha. las cadenas eran cortísimas y el escozor generado por el sudor que emanaba su cuerpo dada la infernal temperatura de esa celda lo tenía loco. Estaba famélico, sentado sobre el cemento musgoso por la humedad del piso, contra la pared de ladrillos ennegrecidos de añejos, donde se filtraban aguas estancadas y apestosas.

Se decretó un silencio incomodo. Aunque se oían tintineos de cadenas y gotas de agua, tal vez alguna rata chillando ocasionalmente. De vez en cuando había contacto humano, cuando se podía escuchar la tos seca y enfermiza de algún colega prisionero, o el llanto recurrente y desgarrador de otro. Casi como si los pocos ruidos que se suscitaban fueran veneno para la esperanza…y así, Martín prefería el silencio incómodo, pero inocuo de realidades grotescas transportadas por sonidos reprochables.

Él trataba de resistir ese vórtice interior que drenaba sus energías y dejaba su cuerpo casi inerte, débil e incapaz de moverse con fluidez, que imponía toneladas de peso sobre los párpados que sólo podían cerrarse para capitular a la muerte. Su poca fuerza con costos bastaba para alzar forzosamente su mano derecha, y con ello constatar las casi nulas fuerzas remanentes y el enorme trabajo que tomaba. Su mente en cambio, contrastaba enormemente a lo que el petrificado y pálido cuerpo expresaba: estaba maquinando miles de cosas, ideas, memorias, todos ellos prendiendo brasa a los amagos de ira que retorcían el estómago, sustentados por ese arrepentimiento que siempre se sucede después de saber que el infierno vivencial de la celda pudo haberse evitado con menos negligencia de su parte. Las secuencias del pasado, como fotogramas que recababan en las situaciones que fueron comprando su tiquete de entrada a la actual reclusión ideológica. ¿Ideológica?, el enojo hacía si mismo se triplicaba con esa palabra. Quería tomar las imágenes congeladas y reinterpretarlas, y lo hacía. Cerraba los ojos, fantaseaba con diálogos y gestos que hubieran cambiado el rumbo de sus decisiones, alejándolo del punto de no retorno.

Si, si, te compro ese periódico… Ok, yo llego a la reunión, ¿es en la librería Nuevo Bolívar, eh?... ¿Cuándo era la manifestación?... Si, bueno, escondete en mi casa, que los milicos no te encuentren… y la fantasía continúa.

¿Por qué dejó que el repudio lo dominara cuando veía a Jorge venir en sandalias y boina? ¿Y esa barba, se la dejó crecer?. En el liceo Jorge no era así, pero resulta que se hizo militante. Su vida siempre transcurrió alejado de las categorías políticas. ¿Qué el capitalismo yankee voraz tiene tentáculos en el parlamento? ¿Qué el presidente era un reformista de mierda, que le capitulaba a la burguesía imperialista?. A él no le importaba, su vida transcurría en paz, y las cosas son así, es el orden natural y sus periódicos y protestas no iban a cambiarlo. Para Martín simplemente Jorge era de esos que criticaban y criticaban y no hacían nada por la vida. Así pensaba, eso dijo, y de tal modo actuó…como deseaba haber escuchado las voces de alarma.

Ni cuando llegó la dictadura militar acató a suponer que algo malo podía pasarle. Continuaba indiferente. Eso es política, yo no me meto en eso. Nada más no te involucrés en más cosas de zurdos y no te van a desaparecer. Olvidate de esas cosas Jorge. No me vas a convencer de ir a la guerrilla; mejor me quedo acá y nada me va a pasar.

Y comenzó la represión…No, en mi casa no te podés quedar, perdón, pero no puedo. No supo más de Jorge. Y prefirió no nombrarlo más. Hasta el día en que los encapuchados lo sacaron de su casa, por supuestos vínculos con grupos de ultra izquierda anarquista. ¿Y si hubiera sido consciente de esa realidad? ¿Hubiera podido escapar a otro país? ¿O tal vez le podían dar asilo político en otro? ¿Y si simplemente nunca hubiera conocido a Jorge?

Tantas películas mentales terminaron por agotarlo, y se desmayó. Eventualmente despertó, con la espalda adolorida pero algo conmovido por su descanso. Trató entonces de recordar algunas palabras e imágenes de su ilusión onírica; después con ella hiló algunas ideas desesperadas, y su cara dibujó una sonrisa anémica y reconfortante. Sintió que su pecho se desinflaba y las angustias se alejaban de a pocos. Soñó con las últimas palabras que le dijo Jorge: Sos un burgués, un facho, sos una mierda tan apestosa como esos milicos, sos un residuo del sistema. Nada nuevo, siempre le reclamaba de ese modo: Jorge cuestionando el tejido personal y moral de Martín, lo atacaba y lo injuriaba si no aceptaba de rabo a cabo las ideas que recién había leído de un texto de Bakunin o Kropotkin. ¿Cómo podía Martín culparse por no haber escuchado a un fanático, que solo acataba a insultarlo y explayarle peyorativos políticos, ante su incapacidad de convencerlo? ¿Era esa forma de revelarle su verdad absoluta, pisoteando su mundo y los pocos criterios que tenía sobre la sociedad?. Decidió entonces que hizo lo que pudo, que Jorge predispuso las condiciones para la incomunicación, y ese encierro que precedía a la muerte, era sólo una consecuencia fortuita que se salía de sus manos, producto de una relación infructuosa con un tipo que envenenaba su propia causa y la percepción de terceros. No es su culpa…no lo es…no lo es…es de Jorge…si, de Jorge.

Así, las reconstrucciones de las fantasías se tornaron en búsquedas incesantes de excusas para librarse de culpa. Pero hasta cierto punto no dejaba de tener razón: un muro infranqueable se había tajado entre Jorge y Martín, uno que los hacía hablar lenguas distintas, ver colores distintos, atender razones casi opuestas. La vena que resaltaba en la cabeza de Jorge siempre que discutían, se hizo titánica. Él siempre preguntaba por la organización a la que pertenecía fulano o zutano, y cuantos años tenía militando, no podía simplemente verlo a los ojos y charlar, descubrirlo. Únicamente sabía navegar entre sus etiquetas políticas -rescató Martín de una de sus reminiscencias.

Los pasos de varios carceleros aproximándose justificaban el acelerado latido del corazón del desdichado prisionero. Cuando por las rejas de la puerta de su celda vio las lustradas botas negras de unos tres hombres, supuso que ya no había más camino que recorrer. Abrieron la celda, lo levantaron, y se lo llevaron al patio trasero, al paredón.

domingo, 16 de mayo de 2010

Contradicciones de la Unidad y Cero a la Izquierda

Sintonizados en distintas frecuencias, se levantan trabas conceptuales, visiones de mundo que no les permite relacionarse realmente, comunicarse dentro del mismo marco de acepciones. De su lengua brota el mismo idioma que aprendieron de niños, pero sus corazones se desviven por distintas pasiones. Sus cuerpos podrán compartir espacio físico, más sus almas se encuentran en dimensiones indeterminables la una para las otras. Así se fundamenta la distancia emocional gigantesca que se taja entre el hombre que camina entre las piezas del ajedrez y las fichas mismas que con descreimiento observan al tipo, el único en ese tablero bicolor capaz de romper con el blanco y el negro, esgrimiendo colores ilógicos y desconocidos para las figuritas de plástico barato (algunas, de otros tableros, serán de mármol o de ébano, pero siguen sin conocer otro color más que el propio o el antagónico, más los matices, violatorios a sus dogmas, no son aceptables, perceptibles, apreciables). ¿Camina por sus propios medios? ¡Oh si¡, otra bofetada al sentido común que rige para el juego, dado que ninguna figura es capaz de moverse sin que una conciencia aparte, una determinación independiente a la figura en cuestión, decida darle rumbo; pero él podía arrogarse el derecho de hacerse camino al andar, haciendo gala de sus colores, escandalizando al mundo de las torres, los peones y los alfiles (cuyas funciones y atribuciones en el tablero distan y difieren formalmente, pero en el fondo no son más que estáticas piezas de un juego, de cuyas reglas jamás podrán escapar).


Él trata de hablarles, hace una pregunta, espeta un saludo, y en el mismo español que pronunció el hombre responden las piezas, pero sus respuestas son inverosímiles, y las palabras que profieren no satisfacen el mensaje original, algo así como si las mentes no lograran establecer comunicación real, como si sus contextos, sus sentidos, sus pronósticos del mundo, sus vidas, fueran incapaces de relacionarse profundamente, más allá de una diplomacia formal, que con costos podía entablarse. La desesperación comienza a invadir al peatón detenido en el centro del tablero, pues, su tan humana sed de gente, de vivas conversaciones, de roce social, se ve insatisfecha ante esas figuras deshidratadas, secas, carentes de los fluidos del alma. Pronto, las fuerzas motoras externas, en pos de sus intereses, comienzan el juego. Adoctrinan al blanco a odiar al negro, y le atribuyen cada mal del mundo, y viceversa. El caballo blanco se come al caballo negro, se regocija con su sangre, sin tomar en cuenta que sus coincidencias, toda su forma, su biología, su estratagema de batalla, sus movimientos, son iguales, y lo que los separa es tan solo el color del plástico que los forma, material químicamente equivalente en ambos. El hombre no comprende el objetivo de la partida, pero se siente atrapado entre criterios encontrados; los negros lo acusan de blanco, y los blancos lo apuntan con el dedo y le culpan de ser negro (el daltonismo psicológico no permitió hacer cabida en sus estrechas mentes para lograr identificar otro color, sus lecturas sobre otras fichas sólo podía variar entre blanco, negro, alfil, reina, etc. Si de primera entrada no calzaba, pues se le forzaba dentro de algún esquema pre establecido, pero que jamás podría contener al espíritu indómito del humano). La lucha poco tiempo después culminaba, toda librada dentro de los términos pactados tácitamente por las voluntades superiores y exteriores, e impuestas sobre los demás. Era increíble para aquel hombre ver a cada ficha cumplir estrictamente los lineamientos en cuanto a sus movimientos, como cada uno aceptaba, a veces melancólico, a veces no tanto, el papel que se le asignó.


¡Jaque¡, un rey murió. A él no le importa cuál, el resultado será el mismo: se reacomodarán las fichas en sus posiciones iniciales, y la danza macabra, la fingida batalla comenzará de nuevo, y él seguirá atrapado entre inertes figuras del ajedrez ciegas y con un velo que no les permiten existir o ver por fuera de las reglas, que se baten día a día en una coreografía ajena a sus voluntades; tampoco son capaces de comprender lo que de aquella esencia, la del hombre, emana,. El inerme humano interpuesto en un rompecabezas que no le corresponde sufre las consecuencias de ser el enemigo de todos, dada su incapacidad de volverse ficha. Será por siempre el extraño del tablero, el que con sus pies se mueve libremente sin respetar los cuadros, sin miramientos por los turnos o el tiempo. El que puede configurarse fuera de los dominios de los invisibles dedos que hurgan, ponen y quitan, en las entrañas, el sentido común y las ideologías de los trozos de plástico anulados del mundo fantástico, condenados a no sentir el viento en la cara, a no conmover sus fibras con las más sublimes melodías del violín, a no plasmar con la pluma los nervios, las penurias o los amores, a no llorar con el recuerdo nostálgico del pasado, a no emocionarse con los planes utópicos del futuro, ni a desentrañar e interiorizar los placeres vivos del presente. Y entonces el hombre miró al cielo, extendió los brazos y comenzó a gritar, a cantar, a llorar.

lunes, 12 de abril de 2010

La tinta se hizo bilis

Con sonrisas benevolentes los tiranos nos fueron despojando de todo aquello que con sangre forjó el pasado, mientras nos contentábamos con sus canciones de cuna, nos calmaban sus dientes pelados prometiendo progreso y cultura. Y para cuando despertamos, la sonrisa en sus caras era ahora un goce diabólico, el delirio orgásmico que sentían al ver el cuerpo desnudo de un pueblo muerto de frío, que no le quedaba nada, ni la capacidad de pensar, de actuar, de criticar. Únicamente poseían sus manos callosas para ser esclavizadas, y así cavar más profunda su tumba.

lunes, 22 de marzo de 2010

Derecho Fetichizado

El mito se oficializa y se aplaude, el festival se inaugura.

Se recuerdan con nobleza los helénicos progenitores

y las copas de vino, champagne, whiskey y brandy

tintinean al son del brindar de futuros contendores ficticios.

Pactos tácitos, tratados de guerra inofensiva.

 

Otros en tanto, esperan al final del festín,

prometen lealtad y el sol les brilla.

Sus platos rebosan con fétidas sobras,

las larvas se retuercen entre los huesos de pollo

y los inferiores sirvientes se lanzan con furia sobre su botín,

sanguijuelas clientelistas de la trama más magnífica,

del engaño más grande…

 

Masificados fetiches de representatividad

legan a los Muchos la capacidad de hundir la mano

dentro de un pozo de aguas purulentas

donde las nefastas pirañas devoran los dedos

de aquellos que labraron la comida de su fiesta,

y aún así ostentan el descaro de decir:

Derecho sagrado la patria nos da.

 

Los colores se instalan en las banderas de las casas

y cifran frases prototípicas que repiten y repiten,

oraciones de cuatro palabras, como manifiestos ideológicos

que invocan mundos de ilusión y brillante porvenir,

demagogia que apela a la falta de memoria,

clavos atinados en los nervios del civil.

 

Terrorismo de estado.

Facetas antagónicas.

Negación personal.

¿No te da verguenza mentir?

¿Con qué cara hablás de equidad

de justicia, de progreso y de honestidad?

Cuando atrás están los financistas cobrando la campaña política.

Cada palabra del discurso es histrionismo puro           

 

 

Piraña A o piraña B. Escogé el dedo que te van a devorar.

Deshacete de las ilusiones de empoderamiento popular.

Si te encaminás al congreso, rezagados los ideales van a quedar,

conforme te acercás a la meta, apesta más el pantano,

se cansa el puño izquierdo en alto, y los colmillos brotarán,

las escamas también, será el escudo que te aislará del mundo,

el mundo real, que defraudaste y quedó atrás.

jueves, 18 de marzo de 2010

Asfixia Espacio-Temporal

El aire está más ralo que nunca,

los pulmones quedan insatisfechos,

del mismo modo que los ojos lloran daltónicos

ante la eterna pintura que se cierne y se ciñe

sobre su vista cansada

que apela por un dinamismo surgido

de los vientos acarreadores

 

Esos nutrientes son ahora inertes,

por última vez los árboles perdieron sus hojas

y la realidad azota en forma de calor apabullante,

de extrañeza ante la realidad espacial

del gris deshidratado, descascarado

con el que se tapiza

las paredes de la cotidianidad

del petrificado panorama,

a penas violentado por unas cuantas nubes

irreverentes, como los destellos de aquel hombre

 

Quiere escapar, volver a sentir, volver a ver,

redescubrir las texturas básicas de los universos

inmensos que siempre supo pero no tiene.

Reconstruir las conductas más básicas

en un nuevo marco de experiencias

que exciten los balbuceos en su pecho

y los convierta en gritos estremecedores

de cielos multihemisféricos

 

La esfera que contiene hasta entonces

todo su ser, está a punto de ceder.

La presión del ego que lucha por salir,

y el gigante finalmente maduró.

No pertenece más a ese mundo

donde las cosechas son insuficientes

para mantenerlo lúcido y en pie.

 

Por el cenit huyó, y dejó atrás

esa burbuja diminuta, descascarada,

decadente, mohosa, insuficiente.

Ahora navega entre espectros

de infinitos sentidos sinestéticos.

Ni olores, ni sabores, ni colores.

Todo es lo mismo:

Una sensación holística que rompe fronteras

Hila el tejido del universo y le da sentido.

Comprensión individual a través de la comprensión global.

 

 

martes, 12 de enero de 2010

Obsesiones Macabras

El sonido de los bloques de piedra hacia de banda sonora al meditar del hombre sentado en su banco ornamentado con dragones chinos y polvo de oro; un recuerdo lejano en medio desierto árabe, habitado por pequeñas dunas y casas cúbicas de terracota. La luz de la antorcha bailoteaba sobre su cara morena, cambiándole de tamaño la nariz constantemente, desapareciendo y creando arrugas en su turbante, delatando con el brillo los anillos en sus dedos, de oro, plata, y materiales insignificantes para el esclavo a la par suya, quién estaba un poco sorprendido por la presencia de su amo, al cual sólo había visto unas decenas de veces dándole órdenes al capataz, pero jamás tan cerca como para oír los gemidos de su interior. Los ropajes de seda y bordados artesanales, vistos bellísimos sobre el cuerpo ligeramente obeso del privilegiado amo, contrastaban con la túnica percudida, llena de hoyos, sudada y deshilachada del esclavo, que apilaba la estructura de un jardín elevado para la villa.

Aún con la extrañeza de la presencia superior el sumiso trabajador prosiguió levantando el pequeño muro de piedra, solo, sin ayuda de nadie más. En tanto, el otro hombre extendió una yesca hasta la antorcha y prendió una pipa de piedra que recién sacó de su bata. La inhaló un par de veces y la puso en sus regazos. Se llevó las manos a la cabeza y comenzó a renegar murmullos, luego lanzó un suspiro cargado con denso estrés. Sacó de su bata una hoja de pergamino y, mientras fumaba otro poco de la pipa, lo leyó. Tras cada párrafo hacía una mueca distinta, pero todas destilaban un intenso dolor, súplicas por piedad, una explicación, una salida. Sin terminarla, guardó la carta, para no hacerse más daño. Se acomodó mejor en la silla, jaló intensamente la pipa y, como para distraerse, enfocó toda su atención al cielo. Trató de relajarse y su meditación se prolongó por varios minutos.

Las actividades de ambos hombres no tenían nada en común excepto el lugar dónde se llevaban a cabo, más aún así parecían estar funcionando en distintos niveles de existencia, puesto que la presencia de uno poco afectaba al otro.

Pero al cabo del tiempo, y con la misma mirada, de alguien ido del cuerpo, navegando entre los sabios astros en busca de una respuesta a sus preocupaciones, el alcurnioso señor se dirigió a su laborioso obrero, como si fuese a hablar con el mismísimo Sirio.

-¿Cómo te llamas? – inquirió, con un tono altivo.

El alto esclavo rápidamente examinó con sus azules todo el alrededor, ligeramente afligido por no haber advertido a ése a quien su amo le preguntaba el nombre. Después se atemorizó un poco al no ver a nadie entre las palmeras y la arena y creyó que tal vez había un ente sobrenatural cerca, pero después se percató de que tal vez la pregunta era para él. En ese momento colocó una piedra embarrada de estuco y dijo:

- Poco creo que le importe mi nombre, si es que a mi me pregunta. En todo caso, soy Amir, o al menos así me llaman desde que llegué aquí.

El hombre de finas sandalias y dedos regordetes retiró su mirada de Venus y volcó su atención sobre su tímido compañero de plática, quien no paraba de bregar ni para contestarle al dueño de su cuerpo y destino. Y aunque sus brazos se veían algo lastimados, y su corazón estremecía fuertemente en el pecho, su actitud no parecía ser la de alguien forzado a llevarse al límite.

- Mucho gusto, Amir, que, por lo que veo, no es el nombre que tus padres te dieron, después de todo tu apariencia te delata de otros rumbos. Me llamo Abdullah. He venido a este lugar para encontrar sosiego a mis pesares pero para mi sorpresa me encuentro con un esclavo trabajando en medio de la noche, realmente me sorprendes Amir.

- Sinceramente señor, no debería sorprenderle, puesto que no lo hago, con todo respeto, en honor a usted y su magnífica obra. Es un asunto de menor importancia. A la hora de dormir me vinieron fugaces imágenes de mi antigua esposa, pero me parece innecesario sufrir por un alma que descansa tranquila, y que ha desvanecido de su cabeza esa duda incesante sobre el significado de la muerte. Entonces, para retomar mi felicidad me sumerjo en alguna actividad, en este caso, su jardín.

Algo de aquello que dijo ese hombre se tornó inconcebible para el gran noble, emoción que expresó levantando su gruesa ceja derecha. Nunca antes había sabido de alguien encontrando felicidad en el trabajo manual, mucho menos cuando sus frutos no serían para sí mismo sino para otro, alguien que le robó la libertad, lo compró como si fuera una cabra y lo expuso a incesantes horas de sol abrasador. Precisamente la posesión de ése por aquél era una declaración de aversión al trabajo y egoísmo.

- ¿Un esclavo feliz?. Yo siempre imaginé su estado como el peor castigo, algo que jamás le desearía a nadie. Admito que algunas veces me he detenido a pensar en lo que sería si eso me llegara a pasar y me dan escalofríos con sólo pensar en no ser el que dictamina mi propio destino. Pero henos aquí, tú eres feliz en el vaivén de piedras y mi mundo se derrumba como la arena que escapa entre los dedos. ¡Miren todos!, Abdullah, Señor de muchos títulos está al lado de un esclavo clamando por ayuda. Será, Amir, ¿posible que tengas palabras de aliento para mi alma?, después de todo tu tono de voz suena cargado de experiencia.

- Pues de un esclavo poco puede esperar. Pero, ¿qué es aquello que ronda maliciosamente por su mente?

- He tomado malas decisiones, gracias a la avaricia…¡y es que ¿quién imaginaría que tantas caravanas serían enterradas bajo la arena?!, bueno, pues todos, igual decidí aventurarme a traer mercancías a pesar de las claras señales de tormenta. Todas mis monedas de oro se han ido en vano, puesto que compraron telas y artesanías que ahora están enterradas en la arena, rodeadas de cuerpos podridos de camellos en quién sabe dónde. Le prometí al Emir las más exquisitas decoraciones para su palacio en tiempo de escasez, aposté toda mi reputación retando las palabras de advertencia de los otros comerciantes. Me vi obligado a vender camellos y esclavos con tal de subsanar mis deudas. Una de mis esposas me ha dejado, un poderoso amigo mío canceló el compromiso que tenía con su hija y acabo de leer una carta de un prestamista cobrándome una nueva deuda y no tengo dinero para pagarla. Cada día son menos los que visitan mi hogar para fumar y hablar de negocios y de la vida. Pero son muchos los que vienen a preguntarme si subastaré alfombras o piezas de oro. Ya no sé qué hacer con mi vida. Todo se me fue de las manos.

La incomprensión ahora era mutua. Para el esclavo era inexplicable como alguien podría carcomerse las entrañas con odio hacia sí mismo por no haber tenido más dinero para pavonear en las caras de los demás o atraer esposas cuyos nombres con costos recordaba. Para él no había nada que administrar, ni el hambre, ni las ganas de ir al baño, lo concerniente a eso era decidido por los capataces. Sin poder dirigir ni siquiera su cuerpo, sólo le quedaba la mente, más en todo caso le era totalmente inútil, así que eso de tomar decisiones, y aún más, acarrear consecuencias y dolor por ello era una cosa que le costaba comprender. Ya hacía mucho se le había olvidado como opinar y dar consejos, aún así sentía la obligación de ayudar a su amo en su penuria.

- Mire señor, usted tiene comida, tiene ropa, tiene el amor de varias mujeres. Tiene la vida resuelta, poco tiene que hacer para sobrevivir los años que le restan de vida. La congoja en su caso está de más.

- Oh, esclavo, tú no entiendes las dinámicas de la vida. Poco me faltaba ya para agregar un título más a mi nombre, ahora solamente he hecho el ridículo, y no he logrado subsanar mi estancamiento económico.

- Oh amo, si que las entiendo – dijo el esclavo.

Finalmente paró de trabajar, y se tiró sobre la arena cerca de su dueño. Miró a lo alto del cielo y por un par de minutos parecía buscar algo en éste.

- Mire, esa estrella. En Europa, de donde vengo, la bautizaron con mi nombre. El astrónomo de mi corte la catalogó. Yo era el señor de vastas tierras, hace tanto tiempo, que poco recuerdo, y más bien, desearía erradicar esos pensamientos de mi cabeza. Fueron tiempos oscuros, de sufrimiento. Al igual que usted yo dedicaba muchos días de mi vida a planificar como hacer crecer la montaña de oro; creía que sólo de ese modo podría expandir mi horizonte y mis goces, pero realmente, la satisfacción siempre transitó de lejos. Un desasosiego insistía en alojarse en mi almohada; sacaba sus tentáculos durante la noche y atrapaba mi cabeza en sus desilusiones y pesadillas. La noche: el momento en que mi mente dormía de las compulsivas planificaciones y tomas de decisiones. Poco a poco los cabos comenzaron a atarse, casi por un instinto de sobrevivencia, de otro modo me hubiera vuelto totalmente loco. Me dí cuenta que los amigos no eran tal, sino maniáticos que llenaban mi piso de babas fantaseando con mi trono, mi mujer, mis títulos. La inteligencia me legó la habilidad de ver detrás de los rostros las calaveras diabólicas llenas de odio. El poder sobre mis hombros logró atraer a los más mortales enemigos, que sonreían y brindaban en mi salón. El amor me tatuó torturas insubstanciales, en muerte y vida de mi esposa era imposible armonizar el afecto. A fin de cuentas era prisionero de mis ambiciones, había alcanzado todo, pero en la cima sólo cabía uno, y los elogios se transportaban sobre ráfagas que hacían a botarme, como si la hipocresía materializada me empujase al son de vítores. En todo caso, así era mi vida, y creía que podría sortearla hasta el día en que alguien me librara de ello, tal vez ahogándome o con el sutil beso de la daga. Pero para mi gran desgracia nunca previne que las raíces de todo esto alcanzarían a mi esposa, y un día simplemente amaneció envenenada. Sospecho que la asesina fue la hija de un noble que siempre trató de meterme en la cama. En todo caso, ya sin oídos sobre los cuales desahogar mis lamentos decidí escapar. Unos piratas en la costa me secuestraron y me vendieron como esclavo, poco recuerdo de eso, solo sé que para mi ellos tenían alas de ángeles. He de confesar que estar enjaulado en una caravana camino a esta villa, distaba poco de aquel ambiente hostil, dónde finalmente igual me encontraba solo, pero sin peligro de muerte. Ningún interés recae sobre mi anonimato, y no me hace falta ningún lujo real. Sinceramente eso de la libertad está sobrevalorado. Es una obsesión humana sin sentido, como el poder, la vida eterna, la inteligencia, el amor: nos juzgamos por cuánto de ellos poseemos y vivimos persiguiéndoles, pero si realmente las alcanzáramos nos daríamos cuenta de que su grandeza es sólo tan grande como los telones que se dejan caer para develarnos la escoria que en realidad yace en las almas de la gente. Por otro lado aquí, el plato de comida siempre estará en la mesa, y mis cavilaciones se restringen a nada. El trabajo me complace claro, después de todo me mantiene ocupado y me prohíbe resucitar las torturas que viví cuando mi sangre era azul. Le ofrezco mis cicatrices emocionales para ayudarle a meditar.

El rostro tosco del semita mostró una estupefacción completa. Sintió como su desesperación extrema deformó la realidad hasta traer a sí una respuesta inesperada viniendo de alguien aún menos esperado. Hasta cierto punto sintió miedo. Pero se dejó ir y amasó en sus manos la luz que recién bajo del cielo hasta sus manos. El esclavo se levantó, aún mirando a la cara de su amo, y continuó su trabajo.

- ¿Es que acaso me estás recomendando huir y dejar todo de lado? – preguntó el señor árabe, como quien le pregunta a alguien de sabiduría superior, a una autoridad, ignorando el hecho de que se dirigía a un costroso esclavo que no se había bañado en días.

- No, solo digo que yo huí y dejé todo de lado. Pero si le recomiendo que aleje ese cuchillo de su garganta. El poder nunca viene gratis, y por cada cosa buena que usted ha vivido gracias a él, otra mala vendrá a buscarlo, y entre más alto haya subido, más dolorosa será la caída.

- Gracias Amir, tu consejo será recompensado.

Y Abdullah se levantó de su silla, sacó el pergamino que detallaba una serie de cuentas pendientes, y la hizo arder en la antorcha. Después, se retiró y se perdió entre las sombras.

Pocas semanas después, Abdullah lanzó un banquete al que asistieron figuras importantes del emirato. Los que no sucumbieron al veneno, si lo hicieron con las llamas. Nadie supo qué sucedió con él, si se dejó hundir con todos los demás, o si huyó lejos de ahí.