viernes, 14 de diciembre de 2012

Siervos del nuevo siglo

El trono estaba dispuesto de espaldas a la Catedral Metropolitana, como si la iglesia bendijera su mandato y su reino. El cabeceo de las palomas era una infinita reverencia tras cada paso sobre los adoquines del parque. Saboreaba vulgarmente el habano mientras extendía hacendosamente sus rechonchos brazos, para arrellanarse en la silla. Desplegaba una amarillenta sonrisa satisfactoria, un poco cínica que solo podía habitar en una mente turbada por complejos de inferioridad, resueltos a partir de la humillación de otros, aún más miserables. Y ese otro, tenía sus rodillas besando la tierra, recitaban rosarios enteros rogando por que este cliente le saliera oneroso, dispuesto a entregar no solo el betún y la lustrada, sino un pedazo de su dignidad, del que se desprende con dolor: nunca es cómodo reafirmarse como la alfombra percudida, cabizbajo examinando los zapatos, con todo y mugre, de la figurota sentada frente suyo.

El limpiabotas ya resentía un poco el flagelo de su rodilla izquierda contra el cemento que se inmiscuía a través de un hueco cada vez más grande en el pantalón andrajoso. Los zapatos ya estaban limpios, de todos modos nunca estuvieron muy sucios, la pulcritud nunca fue el objetivo real, solo un medio para transmitir el verdadero servicio que allí se ofrecía, como cuando se invita a un café a una pretendida, no se hace en pos del líquido, sino para crear un espacio de coqueteo. Alargaba su súplica para contentar al extranjero. Lo conocía muy bien, a pesar de no saber su nombre si quiera, era un turista más. Seguía dándole a la refriega contra el cuero, sellaba las más microscópicas fisuras por donde se cuela el polvo, maquillando al curtido gringo, desgastado por decepciones y el rutinario cumplimiento de placeres artificiales, socialmente aprendidos, tan voluminosos que su materia se expandía hasta alcanzar su propia vacuidad, como un gas imperceptible, rechazado por las pocas cosas significativas que alguna vez tuvo: una esposa gorda y fea, que lo quería, un par de hijos y los amigos que se quedaron atrás en la cantina mientras él alcanzaba modesto éxito en su trabajo. Tan patético era el gringo, que solo la miseria de un viejo ejerciendo una profesión en peligro de extinción en un paisucho del tercer mundo podía contentarlo.

Su piel colorada estaba a punto. Los botones de la camisa hawaiana a penas atajaban la irreverente panza que borboteaba ufanosa cuando su patrón se echaba alguna carcajada. Daba una mirada a su periferia, como para presumir su posición a los tropicales transeúntes, algunos lo veían con un dejo de desprecio. Su ridículo talante insultaba a la muy cosmopolita ciudad josefina, ¿cómo se atreve a irrumpir con ese código de vestimenta playero en plena urbe? ¡Sacate a Jurassic Park de la mente! ¡Mi país existe en el mapa! ¡Somos la suiza centroamericana! Claro si es que la actitud del tipo abofeteaba el orgullo capitalino, nos ubicaba como lo que somos: un pueblito. Impotentes reminiscencias de rebeldía adolescente , fugaces y estériles, que olvidan que la suiza centroamericana compra ropa americana. Otros lo veían como un mal necesario, alguien tenía que hacerlo, a los extranjeros tenía que atendérseles, fuera con regimientos de ingenieros de todo pelaje, con exenciones fiscales y zonas francas, o con putas, monos, volcanes y limpiabotas, todos ellos siervos del nuevo siglo, entregados a la cultura de pele el diente y estire la mano, encubierta en perifollos académicos sobre emprendedurismo como en las tácticas de seducción de las dama de la noche.


El sol comenzaba a encandilarle los ojos, y es que ya se reflejaba en la punta del zapato con perfecta nitidez. Poco más podía hacer, poco menos que eso podía entregar, solo le quedaba el apellido y el trapo, ninguno se quita, se ensucian sí, pero siguen en su poder. Una sonrisa, escaso contacto visual, y un ansioso hueco en el estómago. Un billete verde le pasó el uno al otro, y la sonrisa se hizo espaciosa, natural. Ninguna pulpería trueca arroz por honor y dignidad. Diay, ¿qué le queda?

miércoles, 12 de diciembre de 2012

El casco amarillo

Su semblante es difícil de describir, es pesado, como su ancha quijada y su cansada piel, un poco vacío dado un brochazo de senilidad, de incomprensión, muy sutil; y bastante curioso, como si dentro de ese viejo, hubiera un niño que quiere entender el mundo que se le vino encima con los años y la soledad. Esta última, solo la deduzco, la especulo, y lo haré con cualquier otra persona que se encuentre interna en un hogar de ancianos.

Cuando el autobús pasa frente a ese hogar, me es obligatorio ojearlo. Casi siempre se encuentra en el portón externo, por el lado de adentro, en su silla de ruedas, con unas gruesas medias expuestas por sus kam lung aferradas con velcro, y su sello distintivo: el casco amarillo de construcción, quién sabe por qué, pero lo tiene puesto. ¿Quién será? ¿Cómo se llamará? ¿Algo de razón habrá sobrevivido el largo camino, o ya se le zafaron todos los tornillos?

Me pregunto, ¿qué pretende?, si cada vez que lo veo, siento algo en el pecho, miro mi débil reflejo, la cara aplanchada en la ventana, y siento una ansiedad tremenda, a sabiendas de que el tiempo va a retorcer mi piel, como el sol cuando agrieta la tierra árida, o el fuego arrugando el papel que se torna en ceniza. No puede ser una casualidad, sus intenciones me intrigan, particularmente, cuando me lo he encontrado, sentado en la parada de bus a diez metros del asilo, ceñido a su bastón con ambas manos, como tratando de exponerse aún más al mundo, de internarse en las vertiginosas relaciones modernas que poco debe comprender, tan lejano es a ello, que diez metros, pueden ser tomos enteros de enciclopedias de dudas resueltas y preguntas nuevas.

¿Pero qué quiere? Tal vez librarse de las paredes, de los otros viejos, aún más deprimidos, de las pastillas, los jarabes, la visión por defecto de un televisor mientras se espera la muerte. O simplemente, un aventurero venido a menos, pero cuyo espíritu no se extingue. A lo mejor lo juzgo de más, y disfruta todo eso, o tal vez quiera salir corriendo, aunque de la vejez nadie escapa.

¿Será un mártir? ¿Tratará de advertirnos algo? ¡Habrá entregado su vejez a la causa! Sí, eso es. Su oficio es ser un monumento, exhibiéndose en esa calle vecinal, transformada en carretera principal de improviso, que aglutina el atareado tránsito entre Heredia y Tibás, engorroso, como cinta transportadora que lleva y trae muchedumbres hastiadas, barnizadas de humo, quienes matan el tiempo (y su vida) mientras se pudren en los asientos del bus. Su objetivo, es conmovernos con su porte, hacernos pensar ¡carajo! Yo no quiero ser un viejo que se la pasa gastando los ojos viendo latas con ruedas ir y venir, yo no quiero que el tiempo me cobre tan duro todos los errores. Quiere dibujar más gruesos los trazos de la caricatura que lo llevaron a ese destino tan poco rimbombante, igual que los fumadores que atestiguan con sus laringectomías expuestas y prótesis fonatorias, narrando con escalofriantes voces zumbantes el cáncer que vencieron a medias. Lamentablemente, la mayoría lo pasa desapercibido, ni su casco amarillo, que ahora entiendo, es un faro, es una ruidosa provocación, despierta a todos, sino a unos pocos, como a mí.


O tal vez, solo sea un viejo senil…