domingo, 13 de enero de 2013

Esperando la muerte


El negocio se movía lento hoy, la voz le salía granulosa, seca, forzada. Promocionaba sus rollos de culantro con una dicción entre senil y etílica. La cacofonía josefina era un adversario ya muy difícil de vencer para este viejo aniquilado, razón por la cual, en una ciudad con cada vez menos oportunidades y cada vez más oportunistas, el culantro era solo una fachada para afincarse un campo en los diversos negocios complementarios. Hacía de todo, vendía cigarros sueltos, tomaba pedidos de guaro de contrabando, destilado por un socio en Sagrada Familia, compraba cosillas robadas, relojes Casio, baterías de celular, controles de televisor, y un sinfín de chucherías rezagadas hace varios años de las últimas tendencias tecnológicas, como un baúl del recuerdo para algunos, pero una realidad necesaria para las masas cabizbajas que se paseaban por el Mercado Borbón.

El olor putrefacto del mercado ya había quemado sus receptores olfativos; su ropa casi harapienta, con manchas de pintura, huecos y otros síntomas de la vida dura le daba un aspecto de indigente, pero no lo era, pues pagaba un cuartucho de 50 mil el mes detrás de la iglesia de Barrio México. Estaba sentado en un tronco hecho banca, sobre una mesa plegable medio desvencijada, tan derruida que no se molestaba en guardarla, simplemente la dejaba en los linderos de la calle y volvía al día siguiente, siempre estaba ahí.

La jornada se le iba esperando que fueran las 6 para entregar una garrafa de guaro. Eso le depararía más ganancias que todo el resto del trabajo del día, además era una oportunidad abierta para calentar la garganta con un poco de licor, para sacarse de adentro la tensión.

Las ganas de largarse lo desconcentraron de las ventas, prefirió prestarle atención a la espina que tenía clavada: ya estaba harto, rondaba los 70 años, los últimos veinte o más cumpleaños nadie se los celebró, y no veía futuro sino ser un topador improvisado hasta el día que se muriera, porque las perspectivas eran negras, sin estudios ni familia, y una salud deteriorada.

Los lazos significativos ya no eran más, sus hijos, uno en Estados Unidos no le manda plata en resentimiento a los fajazos, las carajeadas, y las largas jornadas de trabajo. Otro, en la cárcel por quién sabe qué, desde antes del juicio ya tenían años de no verse. Nunca se casó, solo tuvo unos contados amoríos con lo que le salía, un tiempo estuvo juntado. Se sentía solo, abandonado por la vida. Se preguntó ¿Si hoy me muero, a quién le va a importar? Suspiró hondo, y engavetó todo, no quería escarbar donde podían morderlo.

El celaje se tiñó anaranjado y las últimas ventas de la tarde eran feroces, una señora rechoncha y cargando pesadas bolsas fue preguntando, vendedor por vendedor el precio del culantro, cansada de la misma respuesta, cuando llegó donde Chepe compró dos rollos sin siquiera preguntar cuánto, solo sacó un denso menudero y lo soltó en las manos cuchareadas del señor. Una moneda de diez se le deslizó entre los dedos y fue a dar al caño. Ni lerdo ni perezoso, posó la manota curtida sobre el caño, y en lo que palpó la moneda, algo se encontró sus dedos, una papa que venía rodada, encabezando una caravana de tubérculos mientras, unos 50 metros arriba, un chinamero se llevó las manos a la cabeza y empezó a refunfuñar. Logró atajar todas las que le cupieron y rápidamente se las echó en el bulto, sin siquiera secarlas, porque el hilillo de agua de caño mojó un par. Por aquello, apartó la plata del culantro de mañana, se echó las cosas al hombro, y garrafa en mano, se fue temprano a la cantina donde debía entregar.

Las tablas viejas, con la pintura descarapelada tenían un vórtice, resguardado por una cortina de cuentas de madera y un biombo de Pilsen en un pueril intento de guardar el buen nombre y la dignidad de sus clientes. En ese momento, un martes a las 5:30 de la tarde, parecía un avispero ese lugar. La oscuridad ocultaba algunos rostros, la barra estaba abarrotada de siluetas silenciosas que daban broche de oro a su faena diurna en esa gruta. En las mesas se interpretaban rituales de cotejo de dudosa procedencia, algo alejados de los cánones de belleza impresos en los calendarios y posters viejos pegados en la pared. El cantinero le ofreció a Chepe el primer fogonazo,

–Pa que aproveche el tiempo. –le propuso el cantinero–.

– ¡Ay, qué jueputa dolor de espalda me tengo! –se lamentó en voz alta–.

El cantinero, se encogió de hombros, hizo cara de resignación, y le dijo:

–Cuidado te morís, huevón, que ese guaro solo vos lo vendés así de barato.

Se recordó entonces, que hace días sentía una presión el pecho, que hace semanas no le paraba de arder la garganta y ya hasta tosía con sangre, que la pierna, que esto, que lo otro…,que no tenía ni seguro ni pensión.

– ¿Y si me muero hoy? ¿A quién le va a importar? Seguro los vecinos me tiran al Virilla en una bolsa solo para espantar las moscas y la hediondez. –pensó

Entonces sacó de la billetera una foto vieja y desteñida, el único recuerdo que aún tenía de sus hijos, le habían contado que vieron a su hijo mayor, en un Land Rover paseando en la playa, al parecer le ha ido bien en su exilio. Las tajantes arrugas se poblaron de discretas lágrimas, tendía a bloquear esos pensamientos, porque solo podían llevarlo a la desgracia, sabía que estaba liquidado, pero las cerraduras no aguantaron más y fue como la lluvia cayendo sobre la tierra árida y rajada. Pero nada creció, al contrario, se armó un lodazal que lo atrapó y lo tendió merced de la inundación monsónica que sobrevenía, cuando los añejos reproches volvían a machacar, como una avalancha de errores, malas decisiones y recuerdos dolorosos se le estrellaran en la cara, y de pronto la desesperación hizo presa de él, sucumbió a la claustrofobia, ya no quería seguir en esa carcasa, insignificante, que no representaba absolutamente nada en la realidad de otros.

En este punto ya acumulaba varios traguitos, decidió no exhibir más su exasperación y se dirigió a su casa. Tambaleante iba surcando las calles de la Zona Roja, mientras se reprochaba a sí mismo estar en esa situación. No aguanto mucho más y se tuvo que tirar al suelo en un zacatal, sus rodillas flaquearon, no se sabe si pudo más la borrachera o el llanto que reventó como una nube densa, negra y escupiendo rayos antes de la tormenta. Mientras se agarraba de los restos de una malla para reincorporarse, sintió que alguien le estaba arrebatando el bulto, con su poco dinero, sus papas para la cena y un par de chunches que compró robados, o sea, todo su miserable patrimonio.

Había dos piedreros tratando de asaltarlo. La adrenalina fluyó por él y logró lanzar a uno de ellos al piso, mientras el otro, sacó un objeto puntiagudo difícil de distinguir, y entonces las lágrimas brotaron de nuevo.

– ¡Matame desgraciado! Matame si querés llevártelo. – gritó retando al hombrecillo infundido en una suéter con gorro–.

Las lágrimas ya no eran de frustración, sino casi de nostalgia, no le importaba que lo mataran, sentía que el tosco apuñalamiento con una lata, una botella rota o lo que fuera el arma amenazante, era menos doloroso que el enredo que sería el día siguiente, sin un cinco para comprar ni el culantro que iba a vender.
Era una lucha de inconsciencias, el crack contra el guaro de contrabando. Sin embargo, el primero venció. Estaba tendido, sin su bulto, sin esperanzas para el mañana, pero entero, al menos en lo físico. No podía creer que a él le importaban más unas papas, que él al resto del universo.

Ya en su cama, se dio cuenta que estaba aniquilado, el resto de sus días serían un capricho mecánico, un fenómeno biológico. Con dolor se acostó, sabiendo que a la mañana se toparía con un horror peor que el mismo infierno al que quiso ser enviado al filo del vidrio roto: seguir a la deriva, en una muerte diferida, a cuentagotas.


Viejos Esperando la Muerte de Francisco Amighetti