domingo, 30 de enero de 2011

Indagando las fisuras de las puertas cerradas

El olor de su axila no era molestia alguna para mí. Era una peste gentil, necesaria. Pero para la tipa que iba enfrente de él, era casi un insulto a su civilidad, como si el aire acondicionado, el asiento reclinable y el alto costo del pasaje del bus crearan una atmósfera indigna de ser violada por los habitantes del campo. Ese pedacito de “ciudad para llevar” no era infalible, así lo confirmó cuando optó negligentemente por cambiar de asiento, para de nuevo, ignorar la existencia de esos seres extraños, que desde su punto de vista, eran únicamente necesarios para cumplir las etapas tempranas de la división del trabajo, pero definitivamente, su ventaja comparativa en el mercado no era la de aromatizar autobuses.

Este tema del sudor del campesino sentado a la par mía verdaderamente me hizo pensar en muchas cosas. Muchas veces, cuando veo a alguien con una de esas caras arrugadas de tanto entrecerrar los ojos, con la piel y el pelo tostado, y las manos duras solo tan duras como su trabajo, como las herramientas que empuñaron, como la maleza que arrancaron, me avergüenzo un poco por vivir bajo el ala de la pequeña burguesía apostólica romana. Claro está, oler el trabajo, es un mundo totalmente diferente. La vista es uno de esos sentidos que uno puede manejar más a voluntad, desviando la mirada o dejando caer los párpados. Pero en cambio, el olfato, recoge del entorno indistintamente estuviera a nuestras espaldas o sobre nuestras cabezas, y no podemos parar de oler algún hedor específico. Por ende, ese labriego sencillo vino a retar necesariamente a todos a su alrededor. Y a mí, pues, no me perturbó ni un solo receptor olfativo; eso hubiera sido negar la esencia misma de lo que soy, sin mencionar, que desprestigiar ese subproducto (el sudor) de la cosecha de alimentos equivaldría a escupir mi plato o botarlo a la basura.

Claro está. Que un muchacho universitario de veinte años, como yo, no puede decir que no es socialista (a menos que me haya tragado el discurso del éxito aritmético, acumulando papers y patronos en mi currículo), y era inevitable, desde ese punto de vista, cuestionarme un par de cosas.

¿Podría este señor, abstraerse e interiorizar mi discurso filosófico-teórico? ¿Entendería si le digo que ha sido víctima de la proletarización del campo, y que a su familia hace muchos años los despojaron de un medio de producción, y ahora, al ser un vil asalariado, su empleador ignora el pago de gran parte de su trabajo, y que con ese margen, se hace rico, bendita seas entre todas las mujeres, y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús? Lo dudo mucho. Y no por ser yo parte de una casta de elegidos, capaces de entender las crípticas categorías económicas de Marx, sino, porque simplemente la vida nos tomó por caminos diametralmente opuestos (pero simétricamente alejados, eso significa, complementarios).

Estoy convencido de lo que digo. Mis liturgias tienen algún fundamento, según sé. Pero, ¿recitarlas en los cafetines y en los bares de mala muerte (en el segundo caso, enredándolas un poco y arrastrando las palabras etílicas) comenzaría a oxidar las cadenas, única cosa a perder si este hombre se decidiera a abrazar la revolución? Tampoco.

Irónicamente, este señor podría sentir hambre de tanto en tanto, aunque cosechara suficientes papas como para un regimiento. O sed, después de regar con miles de litros de agua los cultivos, pero al llegar a su casa, no obtener nada del grifo, gracias a la bondadosa acción de los campos de golf y las piscinas de los hoteles a pocos kilómetros de ahí, que traen desarrollo y empleo. ¿Son sed y hambre de sequía? ¿O algo más priva a su familia de bocado alguno? Tal vez, esa yaga es en la que mi dedo deberá entrar, pero solucionarla necesita de la luz que revele los finos y delgados, pero fuertes hilos de la alienación. Y sabemos bien, que entre más delgado es un hilo, más presiona y más duele, y si llegara a presionar mucho, nos cortaría las cabezas.

Aún así. ¿De qué modo llegarle? Estando a la par del campesino me sentía como al lado de una puerta, en una habitación oscura, cuya única iluminación venía de las rendijas del umbral. Y si me acercaba a espiar a través de ellas, solo lograba ver la luz enceguecedora y sentir la brisa que movía mis cabellos y refrescaba mi cara, pero no podía distinguirse nada del otro lado aún. Al parecer, debía yo encontrar una llave, para acceder a esa luz, esa sensibilidad. Y al menos sé, que ningún ábrete sésamo, ni otras palabras cargadas de nada, serían el motor de su apertura. Las palabras transportan conocimiento, pero tienen que apersonarse y concretarse en la realidad, guiar actos verdaderos, y no solo reproducirse como más y más rosarios. Solo así, podrían servir de algo.