domingo, 31 de agosto de 2008

Cibernauta anónimo

Las 4 de la mañana significan descanso para la gran mayoría de las personas, pero para el no había razón alguna para ello mientras hubiera algún sitio web aún sin descubrir. El brillo de la pantalla bañaba su cara con placeres inexistentes, encorbandose cada vez más hacia ese inmaterial mundo.

Su piel pálida hacía notar la falta de luz solar, los lentes trataban de arreglar un poco lo que la radiación constante hacía a sus ojos había hecho, pero sus ojeras nada las quitaba. Todas las noches parecían repetirse en su vida, una silla

Las 4 de la mañana significan descanso para la gran mayoría de las personas, pero para el no había razón alguna para ello mientras hubiera algún sitio web aún sin descubrir. El brillo de la pantalla bañaba su cara con placeres inexistentes, encorbandose cada vez más hacia ese inmaterial mundo.

Su piel pálida hacía notar la falta de luz solar, los lentes trataban de arreglar un poco lo que la radiación constante había hecho a sus ojos, pero sus ojeras nada las quitaba. Todas las noches parecían repetirse en su vida, una silla, un computador, un sujeto sin vida ni personalidad hipnotizado ante el vaiven de pixeles, y una evidente aversión a la realidad.


El reloj marcaba ya las 4:30am, aunque para el eso del tiempo era una medida arbitraria, lo que importaba era que el alterego del videojuego ganara otro nivel más, una importantísima meta que se había trazado en su realidad virtual.

El cibernauta anónimo vagaba noche a noche en las catacumbas rondadas por muchos como el, blogs, páginas porno, videojuegos, noticias sobre tecnología, foros de cultura japonesa, y cuanta cosa pudiera surprimirlo de su silla y transpotarlo a otras vidas, a sueños frustrados o tal vez solo irrealizables.

Durante el día trabajaba medio tiempo en una oficina, más computadoras, más internet, y su voluntad seguía desvaneciéndose, no parecía tener un norte claro más que su adicción.

Cuando salía a la calle, trataba de hacer su contacto lo más breve posible, nunca veía a nadie a la cara, su mirada fija al piso, esperaba al autobús con menos pasajeros (a menudo tomaba hasta una hora o más sentado en la parada), no comía en restaurantes donde la gente estuviera cerca suyo, ni si quiera sabía el nombre de sus vecinos, con costos saludaba a su madre al entrar a la casa.

Cada click en su mundo, parecían alejar más esos recuerdos de rechazo social, esas golpiezas después de clases, las pesadillas amorosas y las constantes burlas. Antes sentía celos cuando por la ventana veía gente socializar (cuando oía risas se retorcía y simplemente generaba odio hacia la sociedad), ahora simplemente se conformaba con amigos cuya única referencia era un correo electrónico. La solución de sus problemas se canalizó en anclarse a una silla y olvidarse de todo, era necesario para no derrumbarse ante el peso que le imponían, poco convencional claro, algunos acudían a las drogas o el alcohol.

Nadie parecía entenderlo, mucho menos ayudarlo, lo único que se oían eran comentarios sobre su inmadurez y apatía, que pretendían más encasillarlo que concientizarlo, tal vez la gente no estaba preparada para el, ni el para la gente, al menos en este siglo, aunque quizás lleguemos a ser todos como el algún día.

, un computador, un sujeto sin vida ni personalidad hipnotizado ante el vaivén de pixeles, y una evidente aversión a la realidad.

El reloj marcaba ya las 4:30
am, aunque eso para el eso del tiempo era una medida arbitraria, lo que importaba es que el aletargo del videojuego tenía ahora un nivel más, una importantísima meta que se había trazado en su realidad virtual.

El
cibernauta anónimo vagaba noche a noche en las catacumbas rondadas por muchos como el, blogs, páginas porno, videojuegos, noticias sobre tecnología, foros de cultura japonesa, y cuanta cosa pudiera suprimirlo de su silla y transportarlo a otras vidas, a sueños frustrados o tal vez solo irrealizables.

Durante el día trabajaba medio tiempo en una oficina, más computadoras, más
Internet, y su voluntad seguía desvaneciéndose, no parecía tener un norte claro más que su adicción.

Cuando salía a la calle, trataba de hacer su contacto lo más breve posible, nunca veía a nadie a la cara, su mirada fija al piso, esperaba al autobús con menos pasajeros (a menudo tomaba hasta una hora o más sentado en la parada), no comía en restaurantes donde la gente estuviera cerca suyo, ni si quiera sabía el nombre de sus vecinos, con costos saludaba a su madre al entrar a la casa.

Cada
click en su mundo, parecían alejar más esos recuerdos de rechazo social, esas golpizas después de clases, las pesadillas amorosas y las constantes burlas. Antes sentía celos cuando por la ventana venía gente socializar (cuando oía risas se retorcía y simplemente generaba odio hacia la sociedad), ahora simplemente se conformaba con amigos cuya única referencia era un correo electrónico. La solución de sus problemas se canalizó en anclarse a una silla y olvidarse de todo, era necesario para no derrumbarse ante el peso que le imponían, poco convencional claro, algunos acudían a las drogas o el alcohol.

Nadie parecía entenderlo, mucho menos ayudarlo, lo único que se oían eran comentarios sobre su inmadurez y apatía, que pretendían más
encasillarlo que concientizarlo, tal vez la gente no estaba preparada para el, ni el para la gente, al menos en este siglo, quizás lleguemos a ser todos como el.

Neblina autoinducida

Y en el último trazo de la carrera el corredor flaqueó, la meta a una pedrada de distancia, con su reluciente redención brillando forjada en oro. Sus competidores estaban tan atrás que una espesa niebla de ignorancia y conformidad los separaba del puntero, pero su visión se fue acortando al punto que no llego a ver que sus rivales estaban a sus ascuas.

Y la piedra, la misma piedra que lo tropezó en la totalidad de las vueltas, se levanto de nuevo como una montaña altísima sobre la pista sintética, parecía un muro de hormigón a sus ojos, aunque en realidad no era más que un trozo olvidable que yacía en su camino, más su angosta visibilidad le hizo caer de nuevo, por cuarta o quinta vez. Caricaturesco desliz, ahora la misma niebla oculta al trofeo, permeando aún más sus deseos pero la realidad del corredor desparramado en el suelo abofeteaba cada segundo que lamía el suelo.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Esclavizado entre cartones y cunetas

El sol empezó a calentar tanto los ropajes, tornando imposible sostener el sueño, por profunda que fuere su inducción tóxica. La polución mental carcomía sus neuronas, los sueños también, parecían alejarse de una concreción, era irremediable, la tentación llego a sus manos imbuyéndose con el fuego para hacerle cruzar la línea entre la sanidad y la muerte social.

Abrió los ojos para tratar de comprender su entorno, las ratas abundaban, sus colmillos feroces se lanzaban contra las fiambres putrefactas, y el verde de las moscas sobre su cara fue repulsivo, más el vómito llegó cuando logró visualizar las larvas tratando de adentrarse en su nariz y oidos...algún basurero de restaurante le dio posada la noche anterior, probablemente también la cena, puesto que la regurgutación era bastante similar a las viandas de las bolsas.


Había una ecuación por resolver, una vorágine de arrepentimientos inundó su mundo, el cual se estrecharía a unos cartones y un impulso al consumo como grillete en la voluntad. La gran incógnita se revelaba...¿ahora qué será de la vida?...la búsqueda por la respuesta se veía aplazada por el insesante olor rancio que emanaba de ese lugar, un callejón diminuto, cercado por dos paredes de concreto, húmedas, llenas de musgo y líquenes que ennegrecían y agrietaban los muros, una callejuela de tierra que servía de cloaca cuando se desbordaba el pequeño caño durante las grandes lloviznas, como hacía unas horas sucedió. Lúgubre y putrefacto, tal vez esa era la solución a su ecuación, su mañana era la primera de muchas mañanas que tendrían ese panorama como bienvenida.


Las bolsas de basura hacían de lecho, bastante cómodas, al menos para lo que se podía aspirar entonces, los harapos se encarnarían a su piel, igual que el mal olor y las cizañosas pupilas de la gente “normal”. Un título despreciado estaba ahora tatuado en su frente, como un velo que se ergía sobre su humanidad, sobre su personalidad, convirtiéndose en menos que un número, menos que una persona, disparado del tubo de escape del sistema, su nombre de pila decía “Piedrero”.

Los “por qués” llovían sobre su cabeza, a punto de ceder a la enormísima presión que representaba el aterrizaje hasta fondo del pozo, la pudredumbre (de uno o de muchos) expresada en el, pero eso no importaba en realidad, necesitaba resolver primero sus acciones en los próximos veinte minutos, y tal vez podría tener un poco de tiempo para remembrar el ritual de su hundimiento.

Sus pensamientos se abatían en dos frentes: Primero la urgencia irremediable a consumir placer, a activar sus sentidos una vez más, al son del titiritero crepitante y humeante, después halaba hacia su profunda depresión, encontrarse envuelto en porquería y estupefacientes no era exáctamente lo que quería ser cuando fuera grande, su proyecto de vida tomó un giro estrepitoso a un callejón sin salida.

Entre tanta meditación, cerca suyo se abrió una puerta de metal, medio desvencijada, chilló cada grado de su giro para permitir salir a un tipo de porte oriental, con un delantal ensangrentado y una cubeta, le cruzó una mirada con el ceño fruncido, dijo algunas palabras en su idioma y vació partes irreconocibles de animales desconocidos en el contenedor de metal detrás de él. Cosa que le habría despertado náuseas días antes, ahora le abrió una oportunidad a otra comida, a partir de hoy si el almuerzo no tenía gusanos sería un gran avance.

La condición de manufactura social, subproducto de la histeria colectiva, no era más que inevitable, es casi un azar honestamente. Esos muros que encerraron su conciencia, también aturden a los transeuntes de la sociedad, ese dedo que crítica y condena a punta de risas y refunfuños, puede ser el mismo dedo que termine sosteniendo ese tubo maldito. Ese sentimiento de inutilidad lo embargaba, mientras se ponía en pie logró al menos descifrar que escondite sostuvo su iniciación en las calles sodomitas, en la vida del aventurero del tubo maldito.

Su estado físico era pésimo, a penas se ponía en pie la vista se le nublaba y no podía sostener el equilibrio, al aferrarse a algún objeto para no caer se daba cuenta que sus manos tenían profundas yagas, repetidas en muchas partes de su cuerpo, el ardor en el estómago era insoportable, los ácidos gástricos habían llegado hasta su lengua la cual ardía al hablar, pero esa tos seca traía a la memoria la tuberculosis medieval de un enfermo terminal, sus pulmones parecían querer escapar del cuerpo. Más su mente tal vez era la más tormentosa, las punzadas en su cabeza no se comparaban al dolor que le provocaba contextuar la situación, sentirse en un remolino directo al fondo del océano, no solo cuantificar sus errores, sino ir adaptándose a la vida de la calle, sentir una tremebunda paranoía hacia cualquier ser viviente, se sentía juzgado, señalado por cualquier persona que no esté en su mismo estado, sentía casi odio, la vida ya no valía nada, ni la suya ni la de nadie.

Ningún embargo ni intento de pensamiento pudo romper ni por un segundo el grillete, que reincidió en ansioso desespero por ubicar un par de aspiraciones de crack en su cuerpo, no hubo reparo en sentarse a formatear las celdas de su mente, justificando así su condición de objeto, adorno mal habido por la ciudad, habitando de fauna humana los sitios más oscuros, en los que solo las ratas se atreven a husmear, el se separó para siempre del mundo de los humanos, sus sueños materiales enpequeñecidas a un envoltorio de aluminio, la felicidad traficada.

Las bolsas de basura, albergaron de nuevo ese nuevo inquilino, gratificadas lo tuvieron en su primer día del resto de su muerte, si, ya selló el pacto con fuego, tal si un fierro al rojo vivo hubiere marcado su piel, dejando la identificación de lado, solo importando el dolor y la desfiguración metafórica y literal de su existencia.