lunes, 15 de noviembre de 2010

En el país de los desterrados

Una lluvia caprichosa decidió incomodar al filo del amanecer, evento raro, que sucedía cuando en esa avenida adoquinada si acaso unos pocos desdichados transitaban, cumpliendo algunas de esas labores que son invisibles ante los ojos de la mayoría, pero comúnmente llamaríamos trabajo sucio, ese que alguien tiene que hacer. Uno llevaba ya un par de horas de repartir periódicos entre negocios somnolientos, actitud antagónica al hervor del mercado que pronto propiciarían; otro, un funcionario municipal, limpiaba con una manguera a presión los desechos fecales de los indigentes de la zona, que tendían a hacerlo en media calle solo con el fin de retar el pudor de los simples mortales, sin embargo el ayuntamiento jamás podría darse el lujo de visibilizar síntomas de ese submundo estéticamente incorrecto que pulula en las mismas calles que los niños y ancianos esperan transitar sin contratiempos; todo eso, claro, para no alarmar las percepciones delicadas del ciudadano promedio.

Ese lunes, nublado y borrascoso, significaba que un desfile de caras grises y desanimadas pronto se apoderaría en pasiva e impotente estampida, todos en busca del escritorio que los albergaría 8 horas a cambio de un dinero para sufragar penas económicas, fueran de los acreedores financieros que cobran los préstamos, hipotecas y demás, o los acreedores sociales, que sabían que con el mero hecho de exhibir en vitrinas y pautas publicitarias algunas porquerías mercantiles, habría una vorágine de hechos que desencadenaría en el flujo de miles y miles de esos ínfimos salarios hacia sus arcas. Era un hecho inexpugnable, que los míseros consumidores no podían evitar, puesto que el mecanismo que los exigía vivos, tal si fueran ríos de aceite que lubrica sus máquinas, también los necesitaba consumiendo al otro lado del mostrador. Era el chantaje con el que los mantenían atrapados, la pistola sobre la sien.

Inexpugnable era también el paupérrimo estado en que me encontraba: sentado sobre el piso, mi lecho nocturno, al lado del jardín de algún banco cuyo nombre nunca me interesó. El frío me había inquietado toda la noche, aunque ya me había acostumbrado al constante temblor de mi cuerpo, lo que no pude soportar fue la helada lluvia que se vino con los primeros rayos de luz. Enfrente se erguía uno de esos típicos edificios de los ochentas, totalmente cuadrado y simétrico, cuya única consideración arquitectónica podía suponérsele a algún insípido tecnócrata urbano; la fachada se dividía entre parchones de pintura azul, gris y verde, las distintas capas que alguna vez tuvo, más otras partes sin pintura del todo, puesto que se había descarapelado. A su lado había un antiguo edificio del siglo pasado, que poco despertó el interés de preservación de los distintos encargados de cultura de esa ciudad, y más bien parecía un cine porno de mala muerte. Y así una continuación de estructuras poco placenteras a la vista se conjugaban con los basureros desbordados, las bancas semi destruidas y demás mobiliario urbano en descomposición.

Tengo que admitir que un poco de melancolía me invadía. No puedo negar que el haber pasado dos o tres noches (ya ni recuerdo) en un frenesí de drogas me hace sentirme un poco culpable, aunque de manera pedante a veces me ufano de mi condición, pero eso lo explicaré pronto. El ardor en el estómago, por la falta de comida y la ingesta de sustancias pesadas, el mal olor a orines en mis pantalones, la sensación diarreica en mis intestinos que querían explotar, el dolor de cabeza y la aversión a la luz, entre otras cosas, eran un alto precio físico y moral a pagar por complacer mis más bajos instintos, incomprendidos por mi familia y amigos (y no, en el mundo de las drogas no tengo amigos, jamás podría llamársele así a un adicto). Pero esa es mi libertad, es mi forma de gritarle al mundo que todos están errados y engañados, atrapados por una telaraña de costumbres y repeticiones que los hace vivir una realidad virtual, cultural, que no es sino para beneficiar a otros, aunque a la misma vez, también les digo que me importan un bledo, que soy capaz de ignorar sus criterios prejuiciosos hacia mí y hacia otros, que la humanidad me es indiferente, que son una escoria de la que puedo prescindir.

Varios días habían pasado desde que no iba a mi casa, a ese cuchitril pequeño burgués en la cual mi madre insiste que re haga mi vida. No hay día que yo no pase dentro de esa casa que mi madre no ore por mi alma perdida antes de la cena. Elevando sus súplicas a ese ente ficticio, mitológico y alienante que es dios. Las palabras se desgranan en el aire, de la dureza sólida de las paredes no pasarán, ningún oído celestial intercederá por mí. Es más, yo soy la prueba que dios no existe. Ah sí, soy ateo, he de mencionarlo, puesto que para mí, la única doctrina es aquella que me aleje más de las intrincadas relaciones de la gente, llenas de hipocresía, de traición, de reconciliaciones y conflictos. Si dios realmente existiera, o 1) sería realmente imperfecto al crear un mamarracho tan disfuncional como nuestra sociedad humana, o 2) ha de tener un resentimiento profundo hacia nosotros, o 3) este sería el infierno, y el mismísimo sol, el horno que ha de tostarnos. Pero esos adoquines no me rechazaron, débil y famélico, caí de nuevo en la tentación; no soporté el final de mi primer semestre de universidad. ¿Para qué, al fin?, realmente el ser abogado no me llamaba la atención, pero tenía que tener un título y hacer algo de mi vida, tenía que ser capaz de ofrecerme al mejor postor para poder ser una persona completa y realizada.

Pero bueno, me he encargado de relatar mucho mis nociones del mundo y no tanto la situación en que me encontraba. Ese sentimiento de calma antes de la tormenta me comenzaba a molestar bastante. Sabía que unos minutos más allí y el caudal de personas aumentaría, lo cual incomodaría mutuamente a mi persona y a los transeúntes. Así decidí levantarme del piso, acción que casi me causa el vómito por el intenso mareo y debilidad que sentía; con costos pude no caerme gracias a la ayuda de un árbol sobre el cual me apoyé. Algunos me dirigían la mirada fugazmente, solo como por reflejo cuando uno ve algo moverse con el rabillo del ojo, pero difícilmente lograba capturar la atención de alguien; aunque la tendencia general pronto cambiaría, puesto que individuos menos acostumbrados a las barbaridades del inframundo comenzarían a adueñarse de ese lugar. Así, tenía que aprovechar los últimos haces de sombra que podían encubrir mis pasos (y no de sombra física, porque, como ya dije, el sol había salido hace poco; más bien hablo de esa sombra de percepción, como si la luz la vertieran los ojos ajenos, y así pues a aquellos que se han acostumbrado a mí, les importo poco, son compatriotas del país de los desterrados). Con pasos muy torpes logré alejarme de esa avenida, y me guíe por la acera que iba sobre una calle principal paralela al paso peatonal, donde ya transitaban los primeros buses del día. Mi idea era llegar hasta un lote baldío que distaba algunas cuadras de allí, y poder descansar más plácidamente. Pero entonces, vi al otro lado de la ancha calle un par de siluetas que algo se me hacían conocidas. En la boca de una parada de autobuses de una región a unas tres horas al sur de la ciudad, estaba un compañero de clase de la universidad, fumándose un cigarro y con una maleta negra y rectangular a los pies, esperando un taxi en la despoblada avenida. A los pocos segundos, un amigo de él, que recordé haber visto por los pasillos de la facultad, se le acercó y le pidió un cigarro, tal vez lograban aminorar el frío con esa medida (su hogar era bastante más caliente, por ende la brisa más fresca les arrancaba un tremor en los dientes). Ambos tenían la cara cansada, y hasta se podía distinguir a lo largo sus ojeras. Podía suponer, pues, que se desvelaron varias noches en quehaceres académicos, tal como a mí me lo exigían. Por un momento el estupor comenzó a desvanecerse, y de mi se apoderaban pensamientos de impotencia, me sentí ligeramente negligente por no haber sido capaz de cumplir esas obligaciones. Entonces pasó un taxi, los vio de reojo, y con sus dedos les hizo una seña negativa comunicándoles soezmente que no les pararía. El primero de ellos reclamó alzando los brazos en el aire, y el segundo se inmutó levemente si acaso. Esto nuevamente justificó mis noches de perdición. El taxista les negó el servicio por cuestiones concretas, no por caprichos incuestionables. Era un asqueroso racista que creía que la gente del sur era intrínsecamente mañosa y tacaña, y a esa hora podría hasta tratarse de ladrones de poca monta, que con su tez morena y su acento de campo atormentarían cualquier buen samaritano. ¿Qué mejor forma de celebrar mi conquista inconsciente, la confirmación dinámica de mis teorías, sino con una buena piedra de crack? Me dije a mi mismo que sentir la tentación de volver a la normalidad era común, un impulso inconsciente, que eso era lo que ellos querían que yo pensara; lo malo no era sentirlo, sino dejarse ir, de ese modo, una buena dosis de liberación me pondría de nuevo en el lugar ideal: lejos de las conductas humanas.

Sí, yo sé que es una liberación contradictoria. Pero para mí, liberarme es que nadie sea dueño de mi destino, es una nueva forma de ser egoísta, en la que prefiero no darle ni un solo ápice de mi persona a nadie más, aunque eso me cueste desposeerme de mí mismo; es como arrancarme totalmente de la existencia y que sea imposible sacar partida de mis facultades, eso es libertad: autoterrorismo. Y no me tienen que decir que yo vivo atrapado. Yo sé que vivo atrapado, y que mi captor no es un humano (lo cual me conforma). ¿Pero acaso los demás no viven atrapados también? Que mis grilletes sean más evidentes y repudiados no los hace mejores a ellos, ni aunque me señalen mil veces, ni aunque crucen la calle cuando me ven, ni aunque mi aparición en la luz del día signifique un insulto a la patria… ¡Ja! ¡Como si los padres de la patria no fueran en gran parte los mecenas del narcotráfico, la prostitución, la guerra y el hambre! Tampoco pueden echarme la culpa de ser así, es más, en parte me siento bendecido por que se me haya impuesto semejante condición humana. Sí, así es, la mayoría de drogadictos no escogimos serlo, como tampoco el gran concertista compró por internet su talento en el piano, ni el filósofo nació con las obras completas de Kant en su acervo lógico. Esa estúpida ideología de la voluntad omnipotente es pura mierda, los que la propagan no hacen sino sacudirse las manos de la sangre que las tiñe y la mugre que las ensucia, es desentenderse de la culpa que tienen en que todo lo malo se materialice. Cada asesinato, cada violación, cada robo, cada transacción de drogas, cada desfalco financiero y cada político corrupto no son sino manifestaciones distintas del mismo monstruo, cuyas células constitutivas somos nosotros mismos, pero somos tan pequeños e insignificantes que fallamos en distinguir ese hecho fundamental, y apelamos a esa voluntad omnipotente, como los más ingenuos, creyendo que realmente tenemos autonomía de acción, olvidando que dentro del monstruo cumplimos funciones específicas que no podemos dejar atrás, sino nos enfermaríamos y nos castigarían. Así, el pobre tiene sobre sí presiones muy fuertes que lo compelen a seguir siendo pobre; el drogadicto también es víctima de fenómenos biológicos que lo condenan a la ansiedad eterna del vicio, que genera un vacío más profundo e insaciable que cualquier dimensión cósmica pueda calcular.

Cómo y cuando llegué a ese punto: no importa. Pero me encontraba tirado sobre el altísimo zacatal de un lote baldío. El lugar en sí no me era desconocido, pero en aquel momento la lucidez no era mi mejor cualidad. Logré incorporarme torpemente, para dar unos cuantos tumbos hasta lograr recostarme sobre la pared de un edificio contiguo. Los efectos de la droga dominaban aún mi percepción y mi conciencia. Aquellos treinta segundos de placer se habían esfumado hace mucho, mismo lapso de tiempo que se yuxtaponía perfectamente con un momento de libertad absoluta, en el cual podía volar, sentir esa vorágine interna expulsando en violenta centrífuga toda la ansiedad, las preocupaciones, los miedos, las inseguridades, los arrepentimientos y demás consideraciones inútiles que me hicieran dudar de mi decisión. Ahora el cuerpo me cobraba sin piedad la intoxicación de que fue víctima (es como una relación de odio entre mi espíritu y mi cuerpo, son tan incompatibles como el infierno o el cielo, que tienen que habitar la misma existencia y repartirse almas bajo las mismas leyes bíblicas); mis sentidos estaban sobre expuestos al mundo, cualquier cosa a cien metros la oía con total perfección, tanto así, que me apabullaba el ruido meridiano de la ciudad; la vista también se encontraba doliente por la excesiva luz que entraba a ella. Pero ningún síntoma físico podía aplacar mi orgullo, cualidad que me hacía distar de un adicto común, ese que simplemente permite que la ansiedad ensombrezca y potencie sus arrepentimientos. Saber que en ese momento no tenía que subsumir mi propia vida a los deseos de otros, me absolvía de todo crimen contra mi corporeidad.

Decidí salir de ese matorral, para volver a la calle, y contemplar con dicha todo lo que no era yo, y navegar impío y antitético entre las personas corrientes, sentirme como la negación de todo lo que sus ínfimas vidas significaba, retar su decencia y decoro, y simplemente ser, sin ataduras ni cadenas impuestas. Esa miseria antiestética, alcanzaba mi máxima belleza interna, era mi gran obra de arte, mi pequeña rebelión escandalosa. Un buen curador vería en mis harapos y mi mal olor, la más solemne expresión de libertad y pureza, puesto que ni un átomo de prejuicios o construcciones sociales habitaba en mis actos. Cada paso que daba sobre la ruinosa acera afianzaba más y más mi expulsión rebuscada de ese espacio cultural del que nunca pedí ser parte. Las miradas todas seguían mi tormentoso andar. ¿Tan poco les importo que soy capaz de arruinar su día? ¿Soy más pequeño que la nada? ¿Y la nada es todo? Soy el vacío que absorbe al todo por mera inercia física.

Enfrente mío iba una señora de unos cuarenta y cinco años, medio rechoncha, con un perfume de por sí espantosamente dulce, pero que ante mi olfato potenciado, era como una peste incesante. Su caminar era un poco lento dado su ligero sobrepeso y torpeza, por ende, íbamos a una velocidad parecida, aún así nos distanciaban unos seis metros. Sabía cómo inquietaba a la pobre señora, que seguramente se sentía profundamente ofendida por mi existencia. Yo era una aparición de un mundo oscuro que normalmente no vería frecuentemente, pero yo decidí llevar esa mierda hasta ella y todos los demás, para que dejen de creer en sus fantasías diurnas, cuando todo está poblado de gente y aparentemente funcional. Pero de un momento a otro, alguna fuerza impredecible facultó a esta mujer para huir corriendo de la desdichada escena, gritando desesperadamente cosas que en mis oídos se desdibujaban como alaridos saturados. Poca importancia le di al hecho y seguí mi andar turbulento. Seguía absorbiendo la atmósfera alrededor mío, sintiendo que esa ciudad era sólo mía. Cuando la señora, por la esquina de esa cuadra, aparece de nuevo, ahora con una cara jactanciosa, vengativa, pero acuerpada por dos grandes policías. El dedo índice de su rechoncha mano se dirigió hacia mí, como tal vez antes señaló juiciosamente a otras personas, e inmediatamente las dos masas de carne acéfala y uniformada corrieron hacia mí en actitud agresiva. De pronto estaba siendo apaleado en el piso sin impronta alguna. Definitivamente no era la primera vez que me sucedía algo parecido, pero tampoco era placentero recibir semejante paliza. Los puñetazos en la cara eran casi tan dolorosos como los macanazos en las costillas. Era una suerte de venganza de la sociedad contra mí. Ahora el espectáculo se salía de mi control, y un círculo de idiotas se hizo alrededor con el único fin de curiosear, probablemente con un cierto regocijo por verme disminuido y destruido. Acérquese más señora, ¿está segura que este era el piedrero que trató de asaltarla? Creí escuchar de uno de esos cínicos policías, cuyo abuso de autoridad era una ventana que mostraba una gran estepa árida y desierta: su vida incolora y poco gratificante, más bien, tortuosa de tener, casi como si respirara ácido cada segundo que su corazón latía. Podía sentir la cadena de violencia en cada uno de sus golpes, sabía que entre más fuertes eran, más doloroso era el hecho de su vida que desahogaba y cobraba en mí; del cual yo no tenía ninguna culpa, dicho sea de paso.

La vieja asquerosa asintió. El otro policía emitió alguna amenaza hacia mí, que sinceramente no me importó. Poco a poco se comenzó a disipar el público, por cuanto los títeres de la retorcida y humana ley estaban levantando un acta, y al parecer el papel y el lapicero no califican como circo romano para los muy civilizados espectadores. La mujer se me acercó y me profirió improperios bastante estúpidos, y ahí fue cuando comprobé mi teoría: esa tipa era un engranaje más, y cometió un acto totalmente natural y predecible, fue error mío no predecir la posibilidad de que algún día me sucediera hecho tal. Del mismo modo, los policías actuaron en instinto como cuando un girasol da vuelta hacia el sol cada mañana, con la diferencia que la delicada flor lo hace por impulsos biológicos y evolutivos, los viles humanos lo hacen con instintos sociales, fundados culturalmente en su psique. Los prejuicios de la señora la llevaron a un extremo de suposiciones y distopías sobre mí. Aún así, el tono altanero y penetrante de sus palabras me impacientaba, más aún sabiendo que un ser tan inútil podía arrogarse ese cobarde derecho solo bajo la sombra de las macanas y la represión. De nuevo, un acto, digamos, natural, en tan insignificantes personas. Los policías entonces se dirigieron a pie hacia la delegación, sentido opuesto al rumbo que tomó la vieja. Todos me suponían suficientemente maltrecho como para no pararme por un buen tiempo. Pero no contaban con que la naturaleza prevalece, y los instintos que rigen mis actos son más fuertes que cualquier atadura corporal. Y sigo ufanándome de ello, puesto que no es ninguna persona la que me ata, sino, entidades superiores a las que me dispongo en bandeja de plata, aunque eso implique mi propia muerte. Entonces, me levanté del caño y como si nada me hubiera pasado, comencé a caminar, pronto, me encontré corriendo hacia la señora, y ese impulso se manifestó: tenía que negarla, que complacer sus prejuicios, que incomodarla, que arruinar su día, que tomar la más adecuada venganza, y era confirmando la exclusión que ella misma creó, castigo que se buscó de su propia boca, como si los actos de las personas dejaran estelas de destrucción por todo lado, y la misma violencia fuera autónoma e incesante. Le arrebaté el bolso, porque ella, sin saberlo, me lo pidió desde el momento en que pre supuso que yo lo haría. Corrí, tanto como pude. Y logre, como el más grande de todos, recuperar el trono que por unos minutos me habían arrebatado. Entonces, medité una cosa: ¿Cómo sería inaugurar un país donde a nadie le importe nada?