miércoles, 16 de febrero de 2011

Los titulares del conformismo

Las mentes tibias. Ni se enfrían ni se calientan. Conocen la dinámica de la ebullición, pero nunca alcanzan la temperatura para desbordar la olla a borbotones.

Se ufanan de tener la verdad en sus manos, en sus palabras declamadas al etéreo viento, debatidas dentro de la conciencia del intelectual enclaustrado en la academia ¿Pero cómo esas verdades retroalimentan y transforman la realidad cotidiana si su repetición incesante a la nada les priva de cuerpo de acción, les quita peso, y las hace entonces, lucubraciones banales, ni siquiera dignas de ruborizar o incomodar al más patético pseudotirano?

Las letras llaman a la rebeldía, al ajuste de cuentas, pero aún así, les cuesta trazar la mirada más allá de las páginas del libro, ejecutar la convocatoria a la que los insta el destino del rebelde. ¿Entonces de qué sirve el lograr ver los hilos de la enajenación humana, si no estamos dispuestos a buscar la cizalla para mutilarlos?

Tienen causa, pero no son rebeldes. Son pasivos con causa. Su corazón late un poco más rápido cuando ven el hambre y las lágrimas, no son indiferentes, pero no prende fuego cuando es necesario actuar para desenmascarar a los autores intelectuales de las injusticias del mundo. Los laberintos de argumentos, contra argumentos, tesis, síntesis, enunciados y demás, no les permiten ver más allá de sus propias narices, puesto que, los problemas trascendentales, y los encargados de solucionarlos, no son dignos de ensuciarse las manos, ni de manchar su nombre, ni de turbiar las aguas de la conformidad humana, que impone la uniformidad con las que nos sujetan. Y al final, son una trampa mortal para cualquiera que se plantee el cambio social, puesto que su miedo, su tibieza, su indeterminación, y su mente pusilánime, reproduce las etiquetas satanizadoras con la que se tacha al revolucionario y al rebelde. Sin darse cuenta, le siguen el juego al monstruo feo que tanto estudian. Conocen cada parte constitutiva, cada órgano, cada instinto de voraz ataque. Pero insisten en verlo por televisión, sentados en la comodidad del sillón, como si el monstruo se fuera a ahogar solo sin llevarnos a todos al mismo agujero. Cuando se dan cuentas, el tope del agua calma, está por encima de sus cabezas, y sin darse cuenta, ahora respiran del mismo líquido que sella los poros de la insatisfacción.

domingo, 6 de febrero de 2011

Adentrándose en el estanque de pirañas

Siempre me ha costado fingir espontaneidad. Esa afirmación es por sí sola contradictoria. La espontaneidad es dicotómica con la mentira. Pero sabemos que hay gente que puede personificar total naturalidad para ocultar sentimientos o pensamientos hacia el interlocutor. O simplemente, pueden cometer actos por los cuales no se sienten responsables ni culpables, no, ni una sola gota; entonces, al encarar el victimario a la víctima, para el primero, es como si todo fuera, de hecho, natural, espontáneo.

Yo admito, que en mi caso, la expresividad no es de mis cualidades, ni aún con mis más cercanos amigos. Además, soy bastante sensible a los agravios contra mi persona. No sé si será porque me considero un tipo con buenas intenciones, que no gusta de la insidia y la ponzoña, entonces me siento como objeto de la injusticia cuando me agravian. En el fondo, supongo que todos nos consideramos buenos, inocentes y puros, pero tomando esto en cuenta, sigo sintiéndome vulnerable a aquello que no presupongo, a esas formas de relacionarse tan venenosas y dañinas, que simplemente elimino de raíz al aparecer.

Sumada mi cara de piedra y me sensibilidad (de nuevo, un poco contradictorio) tenemos como resultado a alguien que no puede fingir agrado hacia aquellos que me han ofendido gravemente. Podré subdimensionar el asunto, ignorarlo, dejarlo pasar, pero aún ni mis muchas capaz de intermitente valeberguismo pueden obviar algunas cosas, y cuando eso sucede, no soy capaz de conciliar sonrisas y diplomacias con los que devoran mis espaldas y calumnian mi ser. Dicho de otro modo, la hipocresía es incompatible con mi ser. Podré, consciente o inconscientemente, ofender a otras personas, no lo niego, no soy la madre Teresa de Calcuta, puedo resentir y hasta odiar, pero jamás, fingir normalidad.

Aún así, existen situaciones que nos obligan a verles las caras a esos tipejos, a las comadrejas nocturnas. Peor aún, las relaciones grises que entablamos simplemente trazan superficies para posar más sonrisas falsas y vomitivas conversaciones, en las que puedo apreciar la textura, color y forma de las pieles, todas muy distintas y variadas, que usan muchos que me rodean. Esas situaciones las odio tanto, me cierran las vías de escape que normalmente utilizaría como instinto de supervivencia para defender mi equilibrio mental. Me recuerdan que el mundo de las personas es detestable, y por eso, me detesto a mí mismo y mi cotidianidad. ¿Se sentirán orgullosos acaso de lavar la voluntad de un ser humano y restarle sentido a sus días?

Los suicidas, los asesinos en serie y los tipos que cometen masacres en masa en días de locura, de pronto parecen ser más coherentes que aquellos que llenaron sus días de desgracias y despechos, que apilaron razones para atentar contra la estabilidad. Yo, al menos, me conformaría con ser un ermitaño.