lunes, 18 de mayo de 2009

Chavelazo

La lluvia azolaba la tarde y los charcos aparecían poco a poco. Él golpeteaba el piso para chapotear el agua, le gustaba ver su cara deformada por las ondas del charco incipiente. Mientras, se mantenía bajo el pequeño techo en la entrada de su casa, esperando ese taxi que le pondría fin a una etapa.
Las alcantarillas rebalsadas creaban ríos urbanos, su fauna eran bolsas de plástico y pañales usados. Levantó la cabeza y frente suyo miró aquel eterno terreno baldío, cuya tapia de zinc herrumbrado estaba en gran parte tirada sobre la acera, forrada con propaganda electoral que la lluvia lavaba y descubría capas más viejas de afiches, ninguno de su agrado. – Cada pueblo tiene al líder que se merece – se dijo en un tono apagado y melancólico, después tiró un suspiro irónico
El taxi se estaba tardando mucho, así que decidió abrir su periódico, el último de aquella rutina masoquista diaria de conocer los acontecimientos nacionales. Por unos años dejaría de llenarse los dedos con esa tinta vergonzosa.
“Aplastante derrota a proyecto de ley para Uniones Civiles homosexuales” rezaba el titular, y aparecían la foto de un diputado con la cabeza en las manos sentado en su curul. Otra foto en la portada mostraba a una pueblerina en pocas ropas, medio bizca, con estrías, pero ahí estaba, semidesnuda aumentando las ventas del diario. Una columna a la derecha anunciaba el contenido de esa edición: chismes faranduleros, crónica del último reality, articulos de opinión de derecha conservadora (“…la pobreza es un estado mental, el que es pobre es pobre porque quiere, no permitamos que la retaguardia mental nos amarre al subdesarrollo, tenemos que ponerlos a trabajar…”) –Maldito periódico, la calidad de impresión es horrible, la redacción da lástima, no sé como en este lugar se le llama periodista a semejantes bestias…cada pueblo tiene al periódico que se merece, supongo – y después lanzó el periódico al aire, el cuál se deshojó y se empapó rápidamente en el suelo.
- Malditos taxis, siempre tarde, todos aquí son iguales, no los soporto – seguido golpeó con frustración el portón a su espalda -…no me soporto, me tengo que curar, son como infecciosos. – Se estaba carcomiendo por dentro, se sentía rezagado y quería incluirse en el mundo, ese mundo que veía por la ventana de plasma y le causaba terrible envidia.
Un claxon retumbó e hizo eco por toda la calle, ya se aproximaba el taxi. Rápidamente trató de verificar si no había olvidado algo. Palpó su bolsillo, pasaporte listo, documentos de admisión listos.
- ¿Usted llamó al taxi papillo?
- Si
- Listo, suba.

El auto lo hacía abandonar esas calles que fueron su paisaje, con un taladro de mirada dijo adiós a los drogadictos y sus cartones, a las montañas de bolsas verdes llenas de basura esperando hasta el otro mes cuando las llegaran a recoger, y de la compañía de agua, que estaba rompiendo una calle recién asfaltada porque la Sala Constitucional así lo ordenó. - Apúrese, quiero largarme ya. – dijo al taxista. La ansiedad lo carcomía, el miedo a volar se había eclipsado totalmente, él solo quería estar lejos, necesitaba la dosis de metrópoli, de sensatez, otro sol, al menos uno menos tropical.
El viaje comenzaría ahora, el desligamen de la paria para él. Ansiaba poner pie en los adoquines parisinos y preguntar: “Excuze moi madmoiselle. Quelle autobus j’abord pour aller a La Sorbonne?”.

sábado, 9 de mayo de 2009

El Camino Truncado

El eco bailoteaba de pared en pared en la polvorienta estancia. Después de tantos años volvió a vibrar algo, en aquel lugar donde los años se contaban como segundos.

La transgresión a la totalidad eran rumores de pasos que subían con apuro y el rechinar de clavos con madera podrida le hacía coro. La vía a la apoteosis se hallaba en una escalera de caracol cuyo aspecto distaba mucho del encanto hedonístico de los antiguos panteones.

La puerta ya poco podía privar de la sabiduría amen de sus años, por ende su herrumbrada cerradura no fue mayor reto para aquellos pasos que trajeron al transgresor de estancias polvorientas.

Abrió la puerta rápidamente, creando una ráfaga que se sucedió de polvazales, rompiendo el obsesivo orden que el tiempo había impuesto para todas las cosas. El umbral dejó penetrar así al primer visitante, en quién sabe cuánto tiempo. Aquellos misterios se veían la cara de nuevo con un ser humano.

Por alguna razón la visión se desempeñaba mejor allí que en las nocturnas escaleras, a pesar de que aún no habían fuentes de luz apreciables, excepto la linterna del curioso, que procedió a apagar. Una tenue luz metafísica iluminaba de dorado todo dentro esas cuatro paredes, especialmente al gran armario que yacía justo frente a la entrada.

Aún con la nube de polvo no asentada, se podía distinguir al lado del armario un escritorio bastante viejo, hecho de madera ahora carcomida, y encima un tintero semivacío. Las paredes y el piso estaban formados de tablillas de madera bastante afectadas por el tiempo, con más de un hoyo que suponía nidos de termitas.

Rápidamente volvió al portal y hacia las escaleras gritó: “¡Lo encontré, al fin es nuestro!“. Entonces, por un segundo un escalofrío bajó por su médula y el tenue brillo parpadeó rojo intenso. Pasado el extraño segundo volvió en sí y de inmediato hurgó torpe y rápidamente dentro de los bolsillos de su pantalón. La mano izquierda salió airosa con una extraña llave entre los dedos. Una llave larga, vieja, con una compleja combinación de muescas, relativamente intactas para la edad que atestiguaban con el opaco del metal.

A cada paso hacia lo interno de la habitación, el mortal tenía que lidiar contra las murallas de telarañas que generaciones de bichos construyeron como epítome de la ingeniería arácnida. Temía estar destruyendo una obra de la paciencia que cobrara venganza por la ofensa.

El individuo miró hacia el techo, y encontró explicación a la iluminación: nueve gemas, dispuestas en los vértices de tres triángulos, emanaban de sí aquel dulce fulgor, como si de la madera brotara ámbar. Al mismo tiempo, los escalones más allá de nuevo se estremecieron con presurosos augurios de unas dos personas subiendo por ellos. Y la luz ámbar parpadeaba al son de cada paso.

El venturoso extraño, llave en mano, se dispuso tan rápido como le permitía la percepción del tiempo y las tablillas podridas hacia el armario. Conforme se acercaba, aquella llave sin brillo comenzaba a vibrar, tras cada paso más fuerte. El corazón mortal a penas podía resistir la presión del momento…las llaves no vibran y las gemas no resplandecen.

Entonces, el brillo se apagó, y se oyó desde el umbral de la puerta: “Aquí estamos…ahora saca eso“. La oscuridad era absoluta, hasta que de la llave emanó un brillo azul profundo, y un zumbido rompió en los oídos de todos. Aquel de la llave sintió la unísona frecuencia del zumbido y la vibración del objeto en su mano, pero no se dejó aturdir más y continuó el avance.

Tan solo a un par de pasos más tarde, la llave vibró tan violentamente que los dedos mortales fueron incapaces de sostenerla y la dejaron caer. Mas antes de tocar suelo, la llave cambió su brillo a ámbar, igual que hicieron las gemas, y levitó por un par de segundos antes de volar rápidamente hacia la cerradura, ansiosa por acoplarse hermética después de tantos calendarios.

Las puertas del mueble comenzaron a abrirse; las bisagras estaban tan viejas que polvo de herrumbre caía al suelo conforme se movían. Finalmente giraron ciento ochenta grados cada una y develaron su gran tesoro: nueve libros apilados uno encima del otro. En su lomo de cuero resaltaban escrituras desconocidas.

“Al fin, he aquí los secretos de los cuales nos privan, que utilizan clandestinamente para construir con avaricia torres de marfil y paraísos orgiásticos con lo que nos pertenece, condenándonos a infiernos no merecidos. Malditas sanguijuelas, ahora si devolveremos el balance y os despojaremos de sus egos infinitos y elevaremos a toda una raza a los cielos, la pirámide se ha invertido“

El grito de dolor fue ensordecedor. La sangre bañaba el mango del puñal que se retorcía dentro del cuerpo de aquel hombre con tal de que sus viseras cercenadas le apagaran la vida. Cuando sus párpados pesaron tanto como la muerte, se apagó también la voz con las respuestas que prenderían las llamas en los corazones. El camino a la apoteosis colectiva se llenó de penumbra otra vez.