sábado, 9 de mayo de 2009

El Camino Truncado

El eco bailoteaba de pared en pared en la polvorienta estancia. Después de tantos años volvió a vibrar algo, en aquel lugar donde los años se contaban como segundos.

La transgresión a la totalidad eran rumores de pasos que subían con apuro y el rechinar de clavos con madera podrida le hacía coro. La vía a la apoteosis se hallaba en una escalera de caracol cuyo aspecto distaba mucho del encanto hedonístico de los antiguos panteones.

La puerta ya poco podía privar de la sabiduría amen de sus años, por ende su herrumbrada cerradura no fue mayor reto para aquellos pasos que trajeron al transgresor de estancias polvorientas.

Abrió la puerta rápidamente, creando una ráfaga que se sucedió de polvazales, rompiendo el obsesivo orden que el tiempo había impuesto para todas las cosas. El umbral dejó penetrar así al primer visitante, en quién sabe cuánto tiempo. Aquellos misterios se veían la cara de nuevo con un ser humano.

Por alguna razón la visión se desempeñaba mejor allí que en las nocturnas escaleras, a pesar de que aún no habían fuentes de luz apreciables, excepto la linterna del curioso, que procedió a apagar. Una tenue luz metafísica iluminaba de dorado todo dentro esas cuatro paredes, especialmente al gran armario que yacía justo frente a la entrada.

Aún con la nube de polvo no asentada, se podía distinguir al lado del armario un escritorio bastante viejo, hecho de madera ahora carcomida, y encima un tintero semivacío. Las paredes y el piso estaban formados de tablillas de madera bastante afectadas por el tiempo, con más de un hoyo que suponía nidos de termitas.

Rápidamente volvió al portal y hacia las escaleras gritó: “¡Lo encontré, al fin es nuestro!“. Entonces, por un segundo un escalofrío bajó por su médula y el tenue brillo parpadeó rojo intenso. Pasado el extraño segundo volvió en sí y de inmediato hurgó torpe y rápidamente dentro de los bolsillos de su pantalón. La mano izquierda salió airosa con una extraña llave entre los dedos. Una llave larga, vieja, con una compleja combinación de muescas, relativamente intactas para la edad que atestiguaban con el opaco del metal.

A cada paso hacia lo interno de la habitación, el mortal tenía que lidiar contra las murallas de telarañas que generaciones de bichos construyeron como epítome de la ingeniería arácnida. Temía estar destruyendo una obra de la paciencia que cobrara venganza por la ofensa.

El individuo miró hacia el techo, y encontró explicación a la iluminación: nueve gemas, dispuestas en los vértices de tres triángulos, emanaban de sí aquel dulce fulgor, como si de la madera brotara ámbar. Al mismo tiempo, los escalones más allá de nuevo se estremecieron con presurosos augurios de unas dos personas subiendo por ellos. Y la luz ámbar parpadeaba al son de cada paso.

El venturoso extraño, llave en mano, se dispuso tan rápido como le permitía la percepción del tiempo y las tablillas podridas hacia el armario. Conforme se acercaba, aquella llave sin brillo comenzaba a vibrar, tras cada paso más fuerte. El corazón mortal a penas podía resistir la presión del momento…las llaves no vibran y las gemas no resplandecen.

Entonces, el brillo se apagó, y se oyó desde el umbral de la puerta: “Aquí estamos…ahora saca eso“. La oscuridad era absoluta, hasta que de la llave emanó un brillo azul profundo, y un zumbido rompió en los oídos de todos. Aquel de la llave sintió la unísona frecuencia del zumbido y la vibración del objeto en su mano, pero no se dejó aturdir más y continuó el avance.

Tan solo a un par de pasos más tarde, la llave vibró tan violentamente que los dedos mortales fueron incapaces de sostenerla y la dejaron caer. Mas antes de tocar suelo, la llave cambió su brillo a ámbar, igual que hicieron las gemas, y levitó por un par de segundos antes de volar rápidamente hacia la cerradura, ansiosa por acoplarse hermética después de tantos calendarios.

Las puertas del mueble comenzaron a abrirse; las bisagras estaban tan viejas que polvo de herrumbre caía al suelo conforme se movían. Finalmente giraron ciento ochenta grados cada una y develaron su gran tesoro: nueve libros apilados uno encima del otro. En su lomo de cuero resaltaban escrituras desconocidas.

“Al fin, he aquí los secretos de los cuales nos privan, que utilizan clandestinamente para construir con avaricia torres de marfil y paraísos orgiásticos con lo que nos pertenece, condenándonos a infiernos no merecidos. Malditas sanguijuelas, ahora si devolveremos el balance y os despojaremos de sus egos infinitos y elevaremos a toda una raza a los cielos, la pirámide se ha invertido“

El grito de dolor fue ensordecedor. La sangre bañaba el mango del puñal que se retorcía dentro del cuerpo de aquel hombre con tal de que sus viseras cercenadas le apagaran la vida. Cuando sus párpados pesaron tanto como la muerte, se apagó también la voz con las respuestas que prenderían las llamas en los corazones. El camino a la apoteosis colectiva se llenó de penumbra otra vez.

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