domingo, 6 de febrero de 2011

Adentrándose en el estanque de pirañas

Siempre me ha costado fingir espontaneidad. Esa afirmación es por sí sola contradictoria. La espontaneidad es dicotómica con la mentira. Pero sabemos que hay gente que puede personificar total naturalidad para ocultar sentimientos o pensamientos hacia el interlocutor. O simplemente, pueden cometer actos por los cuales no se sienten responsables ni culpables, no, ni una sola gota; entonces, al encarar el victimario a la víctima, para el primero, es como si todo fuera, de hecho, natural, espontáneo.

Yo admito, que en mi caso, la expresividad no es de mis cualidades, ni aún con mis más cercanos amigos. Además, soy bastante sensible a los agravios contra mi persona. No sé si será porque me considero un tipo con buenas intenciones, que no gusta de la insidia y la ponzoña, entonces me siento como objeto de la injusticia cuando me agravian. En el fondo, supongo que todos nos consideramos buenos, inocentes y puros, pero tomando esto en cuenta, sigo sintiéndome vulnerable a aquello que no presupongo, a esas formas de relacionarse tan venenosas y dañinas, que simplemente elimino de raíz al aparecer.

Sumada mi cara de piedra y me sensibilidad (de nuevo, un poco contradictorio) tenemos como resultado a alguien que no puede fingir agrado hacia aquellos que me han ofendido gravemente. Podré subdimensionar el asunto, ignorarlo, dejarlo pasar, pero aún ni mis muchas capaz de intermitente valeberguismo pueden obviar algunas cosas, y cuando eso sucede, no soy capaz de conciliar sonrisas y diplomacias con los que devoran mis espaldas y calumnian mi ser. Dicho de otro modo, la hipocresía es incompatible con mi ser. Podré, consciente o inconscientemente, ofender a otras personas, no lo niego, no soy la madre Teresa de Calcuta, puedo resentir y hasta odiar, pero jamás, fingir normalidad.

Aún así, existen situaciones que nos obligan a verles las caras a esos tipejos, a las comadrejas nocturnas. Peor aún, las relaciones grises que entablamos simplemente trazan superficies para posar más sonrisas falsas y vomitivas conversaciones, en las que puedo apreciar la textura, color y forma de las pieles, todas muy distintas y variadas, que usan muchos que me rodean. Esas situaciones las odio tanto, me cierran las vías de escape que normalmente utilizaría como instinto de supervivencia para defender mi equilibrio mental. Me recuerdan que el mundo de las personas es detestable, y por eso, me detesto a mí mismo y mi cotidianidad. ¿Se sentirán orgullosos acaso de lavar la voluntad de un ser humano y restarle sentido a sus días?

Los suicidas, los asesinos en serie y los tipos que cometen masacres en masa en días de locura, de pronto parecen ser más coherentes que aquellos que llenaron sus días de desgracias y despechos, que apilaron razones para atentar contra la estabilidad. Yo, al menos, me conformaría con ser un ermitaño.

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