miércoles, 12 de diciembre de 2012

El casco amarillo

Su semblante es difícil de describir, es pesado, como su ancha quijada y su cansada piel, un poco vacío dado un brochazo de senilidad, de incomprensión, muy sutil; y bastante curioso, como si dentro de ese viejo, hubiera un niño que quiere entender el mundo que se le vino encima con los años y la soledad. Esta última, solo la deduzco, la especulo, y lo haré con cualquier otra persona que se encuentre interna en un hogar de ancianos.

Cuando el autobús pasa frente a ese hogar, me es obligatorio ojearlo. Casi siempre se encuentra en el portón externo, por el lado de adentro, en su silla de ruedas, con unas gruesas medias expuestas por sus kam lung aferradas con velcro, y su sello distintivo: el casco amarillo de construcción, quién sabe por qué, pero lo tiene puesto. ¿Quién será? ¿Cómo se llamará? ¿Algo de razón habrá sobrevivido el largo camino, o ya se le zafaron todos los tornillos?

Me pregunto, ¿qué pretende?, si cada vez que lo veo, siento algo en el pecho, miro mi débil reflejo, la cara aplanchada en la ventana, y siento una ansiedad tremenda, a sabiendas de que el tiempo va a retorcer mi piel, como el sol cuando agrieta la tierra árida, o el fuego arrugando el papel que se torna en ceniza. No puede ser una casualidad, sus intenciones me intrigan, particularmente, cuando me lo he encontrado, sentado en la parada de bus a diez metros del asilo, ceñido a su bastón con ambas manos, como tratando de exponerse aún más al mundo, de internarse en las vertiginosas relaciones modernas que poco debe comprender, tan lejano es a ello, que diez metros, pueden ser tomos enteros de enciclopedias de dudas resueltas y preguntas nuevas.

¿Pero qué quiere? Tal vez librarse de las paredes, de los otros viejos, aún más deprimidos, de las pastillas, los jarabes, la visión por defecto de un televisor mientras se espera la muerte. O simplemente, un aventurero venido a menos, pero cuyo espíritu no se extingue. A lo mejor lo juzgo de más, y disfruta todo eso, o tal vez quiera salir corriendo, aunque de la vejez nadie escapa.

¿Será un mártir? ¿Tratará de advertirnos algo? ¡Habrá entregado su vejez a la causa! Sí, eso es. Su oficio es ser un monumento, exhibiéndose en esa calle vecinal, transformada en carretera principal de improviso, que aglutina el atareado tránsito entre Heredia y Tibás, engorroso, como cinta transportadora que lleva y trae muchedumbres hastiadas, barnizadas de humo, quienes matan el tiempo (y su vida) mientras se pudren en los asientos del bus. Su objetivo, es conmovernos con su porte, hacernos pensar ¡carajo! Yo no quiero ser un viejo que se la pasa gastando los ojos viendo latas con ruedas ir y venir, yo no quiero que el tiempo me cobre tan duro todos los errores. Quiere dibujar más gruesos los trazos de la caricatura que lo llevaron a ese destino tan poco rimbombante, igual que los fumadores que atestiguan con sus laringectomías expuestas y prótesis fonatorias, narrando con escalofriantes voces zumbantes el cáncer que vencieron a medias. Lamentablemente, la mayoría lo pasa desapercibido, ni su casco amarillo, que ahora entiendo, es un faro, es una ruidosa provocación, despierta a todos, sino a unos pocos, como a mí.


O tal vez, solo sea un viejo senil…

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